martes, 5 de abril de 2011

A LAS ESCONDIDAS

Jugar a las escondidas.



Es difícil comprender como hemos llegado hasta aquí. Aunque en realidad, cabría decir que mucho de esto era más que predecible.



La versión más inocente, dirá que los ciudadanos entendieron que algunas tareas no podrían resolverlas sin la existencia de una institución neutral, equidistante, objetiva. Así nacía la utopía estatal, ese engendro que resolvería lo que los humanos no podíamos por nosotros mismos. Debía ocuparse de las tareas encomendadas y para ello precisaría fondos, esos que solo podían financiarse con impuestos, es decir, quitándoles a los ciudadanos, su dinero, es decir una parte del resultado de su trabajo.



De aquel ingenuo comienzo a este presente hostil pasaron siglos, y en ese camino, lo que se presentaba como un mal necesario, parece haberse convertido mágicamente en la panacea, en el altar de las bondades.



Pero a las atrocidades del creciente desarrollo estatal, a la permanente vocación por apropiarse de recursos y libertades ajenas, en nombre de cuanta causa justa fuera capaz de crear, ahora se agrega la osadía del ocultamiento del uso de los dineros obtenidos.



A medida que los gobiernos avanzaron, se sofisticaron, se complejizaron, han inventado una maraña de normas, pérfidas ideas y extrañas argumentaciones, que los exime misteriosamente de mostrar que hacen con el dinero público, con ese que previamente le quitaron de forma arbitraria y compulsiva a cada uno de los ciudadanos, a esos que les gusta llamar “contribuyentes”, para evitar el nombre adecuado, el de saqueados.



Es que ya sabemos que cuando un particular le quita compulsivamente a otro su dinero, eso se llama robo, pero que cuando el que se lo arrebata, también por la fuerza, es el Estado, solo se llama “impuesto”, apelando a ese viejo eufemismo, moralmente aceptado.



Queda claro que la política y las corporaciones, han hecho un pacto de impunidad, de silencio cómplice. Nadie parece tener demasiado interés en revelar lo imprescindible, en hacer lo obvio, en plantear lo correcto. Se trata de no transparentar esos recursos, de no contar como aplican esos fondos.



El ocultamiento, la desinformación, la oscuridad en los números, les permite trabajar sin frenos, disponer sin explicaciones, no rendir cuentas y mucho más aun, utilizar esos dineros con criterios discutibles, las mas de las veces haciendo política, y en ocasiones rozando lo delictual, cuando no lo ilegal.



Para ello, han generado una creativa batería de ardides, extraños mecanismos, y retorcidos artificios para no enseñar nada, no divulgar cifra alguna con claridad. Y cuando todo eso no resulta suficiente, apelan a la especialidad de la casa, ignorar el reclamo popular hasta que la comunidad se agote en su propia falta de perseverancia cívica.



Cuando se usan recursos ajenos, y mucho más aun, cuando se trata de los que provienen de los bolsillos de los ciudadanos, esos que detrae de lo conseguido con esfuerzo y trabajo por cada habitante, bajo el más cruel mecanismo de la recaudación impositiva, lo menos que se puede esperar es una cuota de seriedad y algo de responsabilidad.



Sobre todo si tenemos en cuenta que quienes lo gastan, lo hacen en nombre de otros, y no a titulo propio. Son meros administradores y no propietarios de esos recursos. Deberían comportarse como tales.



Muchos dirán que el presupuesto aprobado por los cuerpos legislativos es suficiente. No es sensato creer que con publicar algunos renglones, cuyos conceptos son genéricos, ambiguos y difusos, puede alcanzar para cumplir con los preceptos elementales de cualquier democracia sana. Solo son generalizaciones, tramposas por cierto, elegantemente presentadas, disfrazadas de tecnicismos, que ocultan más que transparentan lo que implica cada asignación.



Los ciudadanos tenemos derecho a conocer hasta el último detalle del gasto de cada repartición, de cada oficina funcionario del sector público. Somos los legítimos propietarios de esos dineros, y lo menos que podemos esperar es que quienes han sido elegidos para administrarlos, no oculten nada.



No se trata de una pretensión exagerada, el ocultamiento, en todo caso, implica un despropósito, una inmoralidad indefendible. Y no deberíamos reclamarlo, tendría que estar publicado en lugares visibles, más aun en estos tiempos de disponibilidad tecnológica casi ilimitada. El dinero de todos no está para financiar propaganda de funcionarios, ni tampoco para solventar elogios serviles a personajes contemporáneos de la política.



La austeridad republicana debería primar como criterio para el gasto estatal, pero la visibilidad, la transparencia, la absoluta claridad de la administración de esos recursos de todos, no puede ser siquiera discutida.



Que los que usan el dinero ajeno sigan defendiendo eufemismos para rotular las partidas presupuestarias, justifiquen gastos reservados, y cierta cultura de seguridad pública para disponer a mansalva de lo ajeno, no puede sorprender. El que gasta con lo de los demás, siempre encuentra argumentos inteligentes para sostener su parodia.



Lo patológico, es que la ciudadanía, esa que es saqueada vía impuestos, de esos directos, y de los otros, valide semejante atropello, y que ni siquiera sea capaz de exigir el mínimo respeto cívico, ese que merecen los miembros de una sociedad. Su derecho a la verdad, a estar informados de donde esta cada centavo, de cómo se usa cada partida.



El esperpento estatal no solo tiene defensores, los más de ellos, esos que viven a sus costillas. Ahora la argumentación se ha perfeccionado, parecen intentar convencernos que no solo hay que gastar mucho, sino que también corresponde no rendir cuentas, ocultar todo y jamás hacer lo adecuado.



La política sigue abonando a su propio desprestigio, casi en caída libre. Ni unos, ni otros, ni los que están, ni los que estuvieron, ni siquiera los que mañana pretenden estar, se encuentran dispuestos a prometer algo tan elemental y básico como la transparencia. No esperemos milagros, solo la sociedad civil puede exigir lo que la política no está preparada para ofrecer. Deben tener sobrados motivos para no hacerlo. Parece mejor no preguntar demasiado. Son hábiles, capaces de dilatar respuestas comprometidas hasta el infinito. Son especialistas en jugar a las escondidas.







Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

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