viernes, 7 de febrero de 2014

CUERDA FLOJA

Hugo Calzada LA ECONOMÍA CAMINA SIN RED Y POR LA CUERDA FLOJA Por Guillermo Rozenwurcel En cuestión de unas pocas semanas el proceso de deterioro de la situación macroeconómica se aceleró vertiginosamente, como consecuencia de los horrores (sic) de la política económica del Gobierno. Hasta entonces, aunque el contexto macro venía empeorando, lo hacía a un ritmo que dejaba cierto margen para que una política consistente lograse revertir el proceso. El cepo cambiario y la “represión” financiera limitaban la velocidad de la caída de reservas y mantenían acotadas las expectativas de aceleración inflacionaria. Además, el rojo de las cuentas fiscales aún es modesto, la recaudación está en niveles record y el endeudamiento público permanece bajo. Pese al déficit en turismo y energía, la situación de la cuenta corriente externa también dista de ser dramática y las reservas disponibles todavía le dan al Gobierno un significativo poder de intervención. Aunque los niveles de actividad y empleo se estancaron, la economía aún no entró en recesión. Respetando ciertas reglas de juego básicas, el Gobierno hubiera podido disponer incluso de financiamiento internacional para suavizar el ajuste. En vez de adoptar un enfoque integral, desde el cambio en la conducción del Banco Central a fines de noviembre, el Gobierno decidió concentrarse en mejorar el tipo de cambio real mediante un esquema de minidevaluaciones diarias diseñado para hacer subir el tipo de cambio oficial más rápido que la inflación. Con la decisión de mantener las tasas de interés por debajo del ritmo de devaluación y sin el menor atisbo de una estrategia para combatir la inflación, el nuevo esquema cambiario no logró contener la pérdida de reservas ni reducir la brecha con el blue. Su fracaso no hizo más que coordinar el recrudecimiento de la presión sobre las reservas, señalizando la conveniencia de postergar exportaciones y anticipar importaciones u otros pagos al exterior. Las expectativas de fuerte aceleración inflacionaria ocasionadas por las repercusiones de la sublevación de las policías provinciales de inicios de diciembre agravaron la crisis que ya estaba gestándose. En ese contexto, Una vez más el Gobierno eligió ignorar que el problema es sistémico y tomó una medida aislada, que además quiebra el contrato de gradualismo cambiario vigente desde 2003. Es cierto que ahora el tipo de cambio real es un 20% más alto que el promedio de 2013. Pero con una inflación del orden del 4 al 5% mensual prevista para los dos primeros meses del año (equivalente a un rango de 60 a 80% anualizado) es imposible generar expectativas de que la mejora de competitividad se mantendrá, a menos que exista una política fiscal, monetaria, cambiaria y de ingresos consistente, con credibilidad suficiente, que contenga la aceleración inflacionaria en curso. Sin el mínimo indicio de que el Gobierno esté al menos pensando algún plan, y con una credibilidad que se ha ido diluyendo por las constantes marchas y contramarchas que revelan su propia confusión y desorientan a todo el mundo, no es sorprendente que en los primeros cuatro días del nuevo esquema el Banco Central haya perdido más de 800 millones de dólares de reservas, la brecha con el dólar paralelo se mantenga por encima del 50% y caigan los bonos en dólares como reflejo de un aumento en la percepción del riesgo de default. Tal como están las cosas, a la política económica no le quedan opciones “buenas”; deberá contentarse si logra hacer que funcione la “menos mala”. Tampoco tiene demasiado tiempo: la dinámica de los acontecimientos ya no se puede medir en meses, sino en semanas o incluso días. La opción menos mala implica adoptar cuanto antes un programa antiinflacionario integral. Esto requiere en primer lugar una política fiscal más restrictiva, que limite el financiamiento del déficit con emisión. Como, a diferencia del pasado, hoy la devaluación no tiene efectos fiscales positivos (la suba de la recaudación por impuestos al comercio exterior es más o menos equivalente al aumento del gasto en subsidios a la energía) el ajuste sólo puede lograrse aumentando los salarios públicos por debajo de la inflación y/o reduciendo los subsidios. El programa monetario y la política cambiaria deben ser consistentes con la meta antiinflacionaria. En particular, las tasas de interés tienen que ser más elevadas que las expectativas de inflación y devaluación. Complementariamente, para frenar la inercia inflacionaria, sería conveniente que empresas y sindicatos aceptasen ajustar precios y salarios sin basarse en la inflación pasada. La caída real de salarios y el impacto recesivo inicial que, en las presentes circunstancias, ocasionaría este programa, tendería a acentuar drásticamente la ya elevada conflictividad social. Esta circunstancia, sumada al giro de 180 grados que el programa impondría al relato oficial, supondría elevadísimos costos políticos para el Gobierno. Por estas razones, la implementación de esta opción resulta sumamente dudosa. Pero si el Gobierno descarta esa opción, lo más probable es que el peso y las reservas vuelvan a estar más temprano que tarde bajo ataque y la inflación se espiralice. En ese escenario entraríamos en terra incognita, con consecuencias económicas y políticas imprevisibles.

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