martes, 22 de julio de 2014

LA PATRIA NO ES EL OTRO

LA PATRIA NO ES EL OTRO Por Agustín Laje (*) Cuando de aplicar categorías ideológicas a proyectos políticos contemporáneos se trata, el desafío siempre resulta mayúsculo. Primero que nada, por la falacia del “fin de las ideologías”, difundido cliché que encubrió ideológicamente proyectos ideológicos –valga la redundancia– que, con pretensiones de neutralidad, asumieron la etiqueta del “pragmatismo”, cuando lo cierto es que la política desprovista de ideología es una contradicción lógica. En segundo lugar, lo magnánimo del desafío estriba también en la reacomodación ideológica que vivió el mundo tras la caída de los totalitarismos del siglo XX. En efecto, han irrumpido nuevas formas ideológicas que sintetizan y aggiornan elementos marxistas, fascistas, populistas, feministas, indigenistas, etc. que conforman ideologías híbridas en desmedro de los tipos puros fácilmente identificables. En este orden de cosas, aplicar categorías ideológicas a los “neopopulismos” regionales ha sido una terea controvertida sobre la cual nunca hay acuerdo. “Socialismo del Siglo XXI” es una de las etiquetas que mejor cuadran con la naturaleza ideológica de estos proyectos tales como el kirchnerismo, el chavismo, el moralismo, entre otros. No obstante, los neopopulismos imperantes en la región tienen un fortísimo elemento nacionalista de izquierda que no es referido por la citada categoría. Pienso que los “neopopulismos” son, más bien, formas de “socialismo nacional”, ése que configuraba ideológicamente a Montoneros. Y la expresión discursiva más pura de esta ideología puede encontrarse en el insufrible eslogan kirchnerista “La Patria es el otro”, que está empezando a difundirse con una alevosía similar al cacareado “nacional y popular”. ¿Pero qué operación ideológica subyace a la simpática evocación de “La Patria es el otro”? Fundamentalmente, lo que se esconde es un discurso profundamente igualitarista que anula a la persona en una masa artificial pretendidamente uniforme. Se trata de un mecanismo de abolición de los criterios valorativos; el otro, independientemente de cualquier rasgo particular, conforma la Patria. Así las cosas, “hace” Patria tanto el “pibe chorro” como el honesto laburante; tanto el eterno subsidiado como el esquilmado trabajador; tanto el delincuente profesional como sus víctimas; tanto el asesino como el asesinado; tanto el violador como la víctima de su depravación; tanto el político corrupto como el político honesto. Víctimas y victimarios, en cualquier orden, valen lo mismo, se confunden y, a la postre, “hacen Patria” de igual manera o, si se quiere, “son la Patria” por igual. Es un dato de la realidad el hecho de que los hombres no somos iguales en términos reales. En efecto, son infinitas las posibilidades de variación entre un hombre y otro que van mucho más allá de su renta: gustos, habilidades, aptitudes, actitudes, intereses, facilidades, inteligencia, destrezas, fortalezas, adaptabilidad, carisma, y un inacabable etcétera. La disparidad (genética y cultural) es intrínseca al hombre, y sólo en términos exageradamente genéricos –usando un criterio bilogicista por ejemplo– puede afirmarse lo contrario. Como dice Vicente Massot en El poder de lo fáctico: “La desigualdad no es un tópico patrocinado por quienes eventualmente pueden aprovecharse del mismo, sino una evidencia que apenas si se desvanece en el cementerio”. La igualdad formal, es decir, la igualdad ante la ley, ha sido un gran logro de la humanidad consistente en medir con la misma vara a los hombres, independientemente de sus desigualdades fácticas. La Justicia retributiva depende de esta premisa. Pero la consigna que postula que “La patria es el otro” no promueve una sana idea formal de igualdad, sino una perversa idea de igualdad sustantiva que, como tal, pretende que los hombres son en todas sus dimensiones iguales. Y dado que la realidad se impone al discurso y la verdad es que no existen dos hombres iguales en todas las dimensiones valorativas, lo que impone este eslogan no es la igualdad, sino la abolición de cualquier criterio valorativo. Dicho en otras palabras, al ser imposible hacer desaparecer la desigualdad en todas sus formas (el comunismo ni asesinando a más de 100 millones de personas pudo hacer a los hombres iguales), lo que se anula verdaderamente son los parámetros de valoración de los hombres. Luego, igualar a un trabajador con un saqueador exige no poner a trabajar a este último, sino simplemente desmantelar las bases valorativas que los distinguen, es decir, el criterio de la honestidad sobre el cual se establecen las diferencias entre ambos. Lo mismo se aplica a todos los casos que se nos ocurran: igualar al torpe con el inteligente exige eliminar el criterio de la sapiencia; igualar al perezoso con el empeñado exige eliminar el criterio meritocrático; igualar al respetuoso con el maleducado exige abolir el criterio de las buenas conductas, etc. Insistimos: la igualación no tiene verdaderamente lugar (pues no se hace inteligente al bruto ni se hace honesto al saqueador repitiendo tan burdo eslogan); lo que se opera es, al contrario, una mera mutilación de los criterios de distinción. El igualitarismo conduce, a través de esta perversa lógica, a la destrucción de la particularidad; un hombre carente de criterios de valoración es un ser amorfo listo para ser absorbido por la masa. Como afirmó uno de los más grandes estudiosos de los fenómenos de masas, Gustave Le Bon: “Una cadena de argumentación lógica es incomprensible para las multitudes, y por este motivo se puede decir que no razonan o que razonan erróneamente, y que no son influidas por el razonamiento”. ¿Qué mejor panorama para un líder populista? En efecto, el hombre masa es el producto característico del populismo. El totalitarismo en general, y el populismo como forma particular o larvada de aquél, necesitan de unidades sociales bien compactas a las cuales manipular, y para lograrlas precisan acabar no con las desigualdades (cosa naturalmente imposible), sino con los criterios para identificar las particularidades que hacen de la sociedad algo heterogéneo, abierto y discontinuo. “La Patria es el otro” lleva tras de sí esta lógica del todo vale lo mismo (típicamente posmoderna) porque la masa, en tanto que unicidad, no puede ser sometida a comparación entre sus partes conformantes. Se trata de un eslogan inconfundiblemente inscripto en el “socialismo nacional” por el llamamiento a la Patria (concepto sin ningún sentido para el marxismo clásico: en el Manifiesto Comunista el obrero es caracterizado como un apátrida) combinado con una intención radicalmente igualitarista (eje de las distintas variantes de izquierdas con origen en el marxismo). Lo cierto es que llamamos “Patria” al especial vínculo sociológico que se genera entre el sujeto y el entorno físico y cultural de su nacimiento o crianza. La idea de Patria, en su aspecto físico, está dada por la conexión con la tierra (proveniente del latín, “patris” quiere decir “tierra paterna”); en su aspecto cultural, evoca conjuntos de virtudes que han caracterizado a la comunidad en la que el sujeto se inserta. Pero como la virtud sólo es definible en función de criterios de valoración (la virtud es precisamente algo éticamente valorado), decir que “La Patria es el otro” no tiene, pues, ningún sentido coherente dado que “valorar todo por igual” implica una contradicción en sus términos. La idea de valor sólo tiene sentido en el marco de la existencia de “desvalores”. Es evidente a esta altura que “La Patria NO es el otro”, y que los eslóganes gramscianos del kirchnerismo pueden resultar a simple vista simpáticos, pero entrañan de manera embozada perversas lógicas que se derraman al grueso de la sociedad. (*) Agustín Laje dirige el Centro de Estudios Libertad y Responsabilidad (LIBRE), es autor del libro “Los mitos setentistas” y coautor del libro “Cuando el relato es una farsa”. La Prensa Popular | Edición 300 | Martes 22 de Julio de 2014

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