miércoles, 14 de marzo de 2018

EL PAYASO DURAN BARBA

Ni cerca del abismo ni en un jardín de rosas por Vicente Massot Nuestro país no se halla en una situación ni remotamente parecida a la que precedió al estallido del año 2001. En esto se equivoca un resucitado Eduardo Duhalde que abriga esperanzas de tener arte y parte en la empresa de reunificar -si acaso ello fuera posible- al peronismo, hoy balcanizado. De la misma manera que exagera el ex–presidente, lo hace el siempre agudo Jorge Asís, aunque a sus profecías apocalípticas es conveniente tomarlas a broma. Son parte de una estrategia para escandalizar a tías viejas más que análisis objetivos de la realidad. Entre el reconocimiento de los problemas -sin dudas, serios- que tiene delante suyo el gobierno, y la sentencia de que “esto se cae como un piano de cola” no media una simple diferencia, sino un abismo. Lo primero es algo innegable a poco de parar mientes en el desenvolvimiento de dos de los principales indicadores de la economía -la inflación y el crecimiento, por momentos exponencial, de los intereses de la deuda soberana- y en la falta de respuestas exitosas por parte de la administración de Cambiemos. Lo segundo es o un deseo inconfeso, o una licencia literaria o -lisa y llanamente, un barbarazo- que no resiste análisis. Es verdad que, de un tiempo no demasiado largo a esta parte resulta perceptible algo que, luego de la contundente victoria electoral del pasado mes de octubre, nadie hubiese imaginado: el enrarecimiento del clima político y cierto escepticismo de una sociedad que comienza a impacientarse con el derrotero gubernamental. También lo es que los inconvenientes -al parecer congénitos- que arrastra el macrismo en punto a la comunicación complican más de la cuenta un panorama que -aunque serio- no debiera sobresaltar a nadie. Pero, dicho lo anterior, es obligado reconocer que los escollos que todavía el oficialismo no ha podido sortear con éxito, los atrasos en lo que hace al cumplimiento de algunas de las promesas -efectuadas por Mauricio Macri dos años atrás y repetidas, desde entonces, sin solución de continuidad- y los gazapos de su gestión -cumplidos los primeros veinticuatro meses- son fenómenos naturales, propios de la acción política. Sobre el particular, y teniendo en cuenta la herencia recibida, a esta administración no le ha ido tan mal. Nada, pues, que presagie tempestades. Sí turbulencias que pueden resultar de singular virulencia. No mucho más. En realidad, la situación no del todo cómoda por la cual atraviesa el gobierno es producto de tres razones vinculadas entre sí. La primera, producto del fenomenal error de apreciación inicial -o, si se prefiere, de diagnóstico- al momento de llegar Mauricio Macri a la Casa Rosada, en diciembre de 2015. La segunda se relaciona con las expectativas que una parte bien importante de los argentinos forjó en consonancia con el triunfo de Cambiemos. La tercera tiene que ver con las cuestiones que carecen de solución en el corto y mediano plazo. Fallar en la composición de lugar que cualquier equipo gubernamental debe hacer antes de delinear una determinada política, siempre es grave. Por motivos difíciles de determinar -hay quienes le cargan la culpa a Jaime Durán Barba- el macrismo creyó que, al solo conjuro de su nombre, las inversiones extranjeras se harían presentes sin más. Al mismo tiempo, y para colmo de males, consideró conveniente el no hacer referencia al presente griego que le había dejado el kirchnerismo. Hoy está pagando carísimo semejante decisión. Básicamente porque cuanto no quiso trasparentar entonces -explicándole a la ciudadanía, con pormenores, en qué condiciones había encontrado las cuentas públicas- ya no está en condiciones de denunciarlo. Era lógico que, al menos, los votantes y simpatizantes de Cambiemos hayan tejido ilusiones -cuando se confirmó la derrota de Scioli- de que el futuro sería mucho mejor y que se iniciaba en el país una etapa venturosa, con base en la cual podría imaginarse una Argentina distinta. Transcurridos dos años, los resultados no son los apetecidos. A una sociedad esquizofrénica como la nuestra, que desea trabajar y estudiar con arreglo a los cánones criollos, pero vivir y cobrar como si estuviéramos en Suiza o Alemania, no decirle la verdad una vez terminada la campaña electoral y asumido el gobierno, resultó el primero de los errores no forzados en los que incurrió Macri. La gente, pues, en su gran mayoría, nunca tuvo conciencia clara de la magnitud del desastre. Como la bomba no explotó, confió en la promesa -repetida hasta el cansancio por el macrismo- del famoso segundo semestre. Ahora, con los sueños incumplidos, ha comenzado a mirar de reojo a la Casa Rosada. Macri no se halla en medio de un tembladeral, aunque parece no darse cuenta -ni él ni la así llamada mesa chica- de que no hay perdón si tropiezan, otra vez, con la misma piedra. ¿Qué motivo hay para proclamar, a voz en cuello, que “lo peor ha pasado? ¿Por qué reconocer -como lo hizo Dujovne en Madrid- que no tienen “demasiadas herramientas para combatir la inflación”? ¿Qué razón existe para relativizar las acusaciones contra Gustavo Arribas cuando las sospechas no las ha levantado un periodista escandaloso sino la policía estadual y la AFIP brasileña? Saber callarse la boca antes de decir disparates o cosas inconvenientes es tanto o más importante que hablar en el momento preciso. El desafío de Cambiemos no es de características épicas. No es una empresa de héroes homéricos o de Caballeros de la Mesa Redonda. Es algo pedestre, si se quiere. Debe hacer un par de deberes razonablemente bien y rogar que los mercados de deuda renueven sus préstamos a la Argentina el año que viene. Imaginar que puede modificar, en lo que le falta para cumplir su mandato, algunas de las disfunciones estructurales que lleva a cuestas la Argentina desde tiempo inmemorial, sería como soñar despierto. Hay desajustes, falencias, deterioros, rompecabezas y dificultades sin cuento -propios de nuestra decadencia- a los que ni siquiera San Pedro podría encontrarles un remedio rápido. Los dos deberes son estos: que la inflación no pase la cota de 20 % y que la economía crezca 3 % en el año. Ni una ni otra son tareas de realización imposible. Por el contrario, son logros asequibles y -seamos honestos- mediocres. Pero si a ello se le suma la casi segura desunión del peronismo y la buena voluntad de los mercados, llegar a 2019 con posibilidades de ganar las elecciones es un escenario -imponderables al margen- no sólo posible sino también probable.

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