jueves, 22 de enero de 2015

LA MUERTE DEL FISCAL

Algo se rompió para siempre por Rogelio Alaniz Los periodistas estamos obligados a escribir sobre caliente, con informaciones incompletas y con probabilidades de equivocarnos. Así es este oficio y, como se dice en estos casos: lo tomas o lo dejas. Un académico, un político, pueden tomar distancia, esperar el diario del lunes con la mayoría de los resultados definidos y entonces brindarnos su opinión medida y circunspecta. No es lo que nos pasa a nosotros. Y en general no es lo que le pasa a la mayoría de la gente, que de pronto se siente impactada por una noticia de este tipo y se esfuerza por arribar a sus propias conclusiones, porque con más o menos pruebas en la mano todos tenemos la pretensión de tratar de explicarnos lo que sucede, sobre todo cuando lo que sucede es grave. Me enteré de la noticia a las tres de la mañana, leyendo La Razón de España. Leía una nota escrita por José Luis Elvite, cuando observo un título sobre la muerte del fiscal argentino Alberto Nisman. El diario tenía la precaución de no decir nada más: ni suicidio, ni crimen, ni nada parecido. Alcanzaba con saber que al hombre que iba a presentar las pruebas para incriminar a la presidente y a sus colaboradores lo hallaron muerto en su casa con un tiro en la cabeza. Dashiell Hammett o Raymond Chandler hubieran pagado por un caso así. Mucho más plata hubiera puesto John Le Carré, quien en el acto habría olfateado que detrás del crimen había una trama macabra de espionaje y contraespionaje. Volvamos a la Argentina. A Nisman lo encuentran muerto y si bien todo se presenta como un suicidio, ni las palomitas que revolotean por el cielo brumoso de Puerto Madero pueden creer semejante patraña. No hace falta ser el gaucho Picardía para saber que Nisman no reunía las condiciones psíquicas, profesionales ni humanas del suicida. En los reportajes de la semana, el hombre se salía de la vaina por hablar y contar su verdad. Un tipo con esa adrenalina no se pega un tiro pocas horas antes de iniciar lo que iba a ser la puesta en escena más importante de su vida, una puesta en escena que hubiera podido llevarse puesto a un canciller y, quizá, a una presidente. No, un tipo colocado en esta encrucijada de la historia no se suicida, lo matan. El problema es quién lo mata. Descartemos la novia histérica o el marido celoso. También al ratero. Los tipos que entraron en uno de los lugares más paquetes y vigilados de Buenos Aires sabían lo que hacían y, sobre todo, tenían oficio. ¿Quiénes disponen de esas habilidades? La policía y los servicios de inteligencia. Con los policías por el momento no me meto, porque los muchachos se dedican a otros menesteres y, además, no los suelen tener en cuenta en operaciones de alto voltaje. Nos quedan entonces los servicios de inteligencia. Esas estructuras secretas y semisecretas que nunca sirven para hacer algo bueno, pero que suelen ser muy diestros para perpetrar acciones que despertarían la envidia de Pablo Escobar. Sabíamos que en los últimos tiempos, los muchachos andaban algo alborotados: cambios de último momento, ineficiencias, traiciones solapadas, serruchadas de piso y promesas de venganza. Lejos de mí constituirme en defensor de estos caballeros, pero convengamos que esa merienda de negros en que se transformaron los servicios de inteligencia de la Argentina son consecuencia de dos responsables: uno se llama Néstor; la otra, Cristina. Para perplejidad de los sabuesos, Nisman fue siempre un hombre de Néstor y sus problemas como funcionario empezaron con la Señora, sobre todo cuando esta chica decidió liberar de culpa a Irán. Vanidad de vanidades. Nisman probablemente haya muerto por ser leal al marido de la actual presidente. Pasemos en limpio. Nisman no se suicidó. Ni Timerman, ni alguien más arriba dio la orden; tampoco la dio Magnetto. ¿Quién fue entonces? Un buen punto de partida es preguntarse a quién beneficia esta muerte. Los lenguaraces del poder dirán que ellos son los principales perjudicados. Un humanista impenitente diría que el principal perjudicado es Nisman, que perdió la vida en el entrevero; los segundos perjudicados son los familiares de las víctimas de la Amia, que cada vez saben menos sobre el origen de la muerte de sus seres queridos; los terceros son el Estado de Derecho y la credibilidad en las instituciones; y la cuarta perjudicada es la verdad, si es que esa palabra le importa a alguien. Mi hipótesis -que como toda hipótesis puede se refutada de un plumazo- es que se trató de una operación de los servicios de inteligencia, un crimen perpetrado por un sector partícipe de una de las tantas refriegas internas de ese sector. Seguramente estaban afligidos por las posibles denuncias de Nisman o sencillamente tiraron un muerto para que los políticos se despellejen entre ellos. En todos los casos, lo que corresponde advertir es que los señores no tuvieron reparos en matar y provocar un escándalo. El futuro dirá. A la hora de escribir, falta la autopsia, las declaraciones de los testigos. Lo único seguro es el muerto y la gravitación política del muerto. "Todo crimen me disminuye", cita Hemingway en "Por quien doblan las campanas", pero en los temas que nos ocupan, esta muerte impacta en la intimidad del poder y si a alguien disminuye es a la credibilidad en la democracia. No nos engañemos. Lo sucedido es la consecuencia de años de irresponsabilidad, manipulaciones, maniobras tramposas, intentos por colocar a los servicios de inteligencia por encima de la Justicia. Pero también es la consecuencia de camándulas tramoyeras con personajes viscosos como Esteche y D'Elía, amuchados con ministros y probablemente con la propia presidente de la Nación. Dicho con otras palabras: lo sucedido es una vergüenza. Años de corrupción, de latrocinio, de impunidad, de luz verde para robar, provocan estos resultados. A modo de conclusión, pretendo señalar algo que es muy grave porque rompe con una tradición que, a pesar de tanta mugre, hasta aquí se respetaba: en la democracia argentina recuperada en 1983 se impuso el principio de no matar por razones políticas. Los años de la dictadura, los crímenes de la ultraizquierda y las salvajadas de Perón y López Rega nos habían vacunado contra el crimen político. Pues bien; esa vacuna agotó sus efectos el domingo 18 de enero de 2015.

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