martes, 1 de enero de 2013
POR SUS FRUTOS.....
CUAL DEMOCRACIA
Por Gabriel Boragina
Indudablemente, las dictaduras ya no son como las del siglo pasado, pese a que todavía quedan unas cuantas a la usanza de aquella época. Los célebres “golpes de estado militares” ya son cosa del pasado. No es esta la manera elegida por los autócratas para adueñarse del poder, ni para permanecer en él. Hoy en día, aprovechando al máximo el prestigio ganado por la palabra “democracia”, nuestros modernos déspotas apelan cada vez con mayor ímpetu y entusiasmo a una supuesta “fuerza” que le dan “los números”. Lo novedoso de este siglo sea tal vez, el modo que los nuevos tiranos se las han ingeniado para manipular y manejar “los resultados” de los cada vez más frecuentes simulacros de elecciones que se llevan a cabo, al menos en Latinoamérica. Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, Morales en Bolivia y los Kirchner en Argentina son claros exponentes de esta nueva manera de engañar y expoliar a las masas.
Aspirantes a constituir verdaderas dinastías, han echado mano, tanto al hechizo y canto de sirenas que evoca en muchas personas la tan bastardeada y maltrecha palabra democracia, como cuanto a la simulación de “victorias” de la mano de un sistema electoral que, en su faz electrónica e informática, resulta alta y fácilmente manipulable.
Sin embargo, esa machacona propaganda electoralera y demagógicamente barata, típica de los populismos, cede frente a hechos contrastables de la realidad que demuestran a aquella –para las mentes alertas y despiertas– como vergonzosamente mentirosa. Las crisis (de mayor o menor nivel, según los casos) que se viven en esos países, demuestran a las claras que, si alguna vez dichos “populismos” tuvieron cierto grado de “apoyo popular”, más pronto o más tarde lo han ido perdiendo. Y sólo lo conservan en el monótono discurso de sus “líderes” que, por razones más que obvias, necesitan sobrevivir desde y en el poder.
Fieles al estilo popularizado por Joseph Goebbels (el célebre Ministro de Propaganda de la Alemania nazi) pueden nada más hacerlo mediante una constante perorata, en la que una y otra vez pasan revista a supuestos “beneficios” de “su modelo”, inexistentes en el mundo de las realidades. Apuestan a que la fórmula de Goebbels por la cual “una mentira repetida el suficiente número de veces pasa a convertirse en una verdad” les va a funcionar exitosamente en cada oportunidad que se les presente. Y que permanezcan en sus cargos muestra –en algún rango– que la técnica nazi les va andando bastante bien.
Es clave en este proceso de lavados de cerebros masivos que, estos déspotas, se identifiquen a sí mismos en forma repetitiva con la democracia, lo que consigue en quienes les escuchan un efecto e impacto psicológico de largo alcance. A mayor estado de ingenuidad, credulidad y docilidad de un pueblo, esta receta nefasta será cada vez más eficaz. La presencia de estos tiranos muestra –al mismo tiempo– el nivel de declive social, moral y cultural en el que se sumen las sociedades que gobiernen de esa manera. Ellos, los tiranos, “son” la encarnación de “la democracia”; “la democracia” –dicen– que es la “encarnación del pueblo”; ergo, los dictadores “son” el pueblo mismo. Alcanzada esta falsa identificación, los pueblos quedan, pues, a su entera merced y librados a sus caprichos.
Cuando alguien debe insistir recurrentemente en sus “logros” y “cualidades”, implica necesariamente que dichos “logros” y “cualidades” no están a la vista. Ergo, es altamente probable que no sean tales, o que –directamente– ni siquiera existan. Sigue siendo vigente el antiguo adagio romano por el cual res non verba. Estos gobiernos populistas, exuberantemente locuaces, demuestran con su incontinente verborragia la más completa carencia de sus fantasiosos “éxitos”. Puede crearse una regla que diga que a mayor insistencia verbal de X, menor es la probabilidad de X efectivamente exista. Todo abogado sabe que no basta alegar un hecho ante el juez, sino que debe ser probado ante este último como para que se tenga por cierto. Si en lugar de ello, sólo se ocupa de seguirle repitiendo al juez que “el hecho existe” sin demostrárselo concretamente, el juez rechazará sus planteos.
Un gobernante exitoso no se vería en la necesidad de decirlo a nadie. Sus actos y realizaciones hablarían en voz más alta que sus palabras. Los déspotas que nos gobiernan, obviamente no pueden darse ese lujo. De allí, sus inacabables y aburridas peroratas y sus diarreas orales. De la misma manera, sus incansables repeticiones de la palabra “democracia” resulta clara señal de la más completa inexistencia de esta última. Si realmente viviéramos en “democracia” no necesitaríamos que nadie nos “convenciera” de ello. Nos daríamos cuenta por nosotros mismos en nuestras propias vivencias que nos hallaríamos en ese sistema, ya que a todos nos enseñaron en el colegio lo que quería decir “democracia”. De momento que el déspota “tiene que recordarnos” con frecuencia que estaríamos en una “democracia”, es prueba palpable que no lo estamos. De estarlo, lo percibiríamos por nosotros mismos.
De la misma manera que, es bastante probable que quien desde la cúpula del poder nos está permanentemente alertando sobre posibles, futuros o inminentes “golpes de estado” sea –en sí mismo– un golpista o el futuro golpista, que se anuncia a sí mismo como tal, sin darse a conocer en ese carácter. Es una suerte de reconocimiento del tirano que, de encontrarse en su posición, el o ella daría ese “golpe” o, al menos, de que encuentra motivos para ello.
Es que la pregunta es extremadamente sencilla: si estuviéramos en una auténtica democracia ¿por qué tendríamos que temer o imaginar siquiera la posibilidad de un “golpe de estado”? Una democracia sólida y consolidada si es genuina, es lo suficientemente fuerte como resistir cualquier intento de “golpe de estado”. Pero si “se teme el golpe”, significa que no hay tal democracia sólida ni genuina, sino sólo verbalmente. Es decir, su ficción.
En los Evangelios, leemos que se dice “Al árbol, por sus frutos lo conoceréis”. El árbol no puede –ni tampoco necesita– hablarnos para decirnos qué clase de árbol es. Sabemos que un árbol es un manzano cuando las frutas que recogemos del mismo observamos que son manzanas. No necesitamos que el manzano nos de un discurso desde el atril en el que diga que él puede darnos manzanas. Los gobernantes, en cambio, se parecen a árboles parlantes, que tratan de explicarnos insaciablemente que, siendo manzanos pueden darnos limones, o que siendo naranjos están capacitados para darnos peras. Lo aun increíble es que exista gente que pueda hacerles caso.
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