miércoles, 15 de enero de 2014
EL HOMBRE MEDIOCRE
El hombre mediocre cumplió cien años y está más vivo que nunca
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por Juan Manuel Otero
La obra "El Hombre Mediocre" de don José Ingenieros acaba de cumplir un siglo. En su homenaje transcribimos unos párrafos de su Capítulo VII "La mediocracia", inciso III "La Política de las Piaras".
Sus contundentes conceptos provocan en el lector el sentimiento confuso y suposición de que su antigüedad es de cien días y no de cien años...
Juan Manuel Otero
"Cuando las miserias morales asolan a un país, culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella."
III. LA POLÍTICA DE LAS PIARAS
Causa honda de esa contaminación general es, en nuestra época, la degeneración del sistema parlamentario: todas las formas adocenadas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y arte de aplicarla; ahora se ha convenido que Gil Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte.
La política se degrada, conviértese en profesión. En los pueblos sin ideales, los espíritus subalternos medran con torpes intrigas de antecámara. En la bajamar sube lo rahez y se acorchan los traficantes.
Toda excelencia desaparece, eclipsada por la domesticidad. Se instaura una moral hostil a la firmeza y propicia al relajamiento. El gobierno va a manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y álzanse los muladares. El lauredal se agosta y los cardizales se multiplican.
Los palaciegos se frotan con los malandrines. Progresan funámbulos y volatineros.
Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan.
Lo que antes era signo de infamia o cobardía, tórnase título de astucia; lo que otrora mataba, ahora vivifica, como si hubiera una aclimatación al ridículo; sombras envilecidas se levantan y parecen hom quila: un hombre de negocios está siempre con la mayoría. Apoya a todos los Gobiernos.
Los serviles merodean por los Congresos en virtud de la flexibilidad de sus espinazos. Lacayos de un grande hombre, o instrumentos ciegos de su piara, no osan discutir la jefatura del uno o las consignas de la otra. No se les pide talento, elocuencia o probidad: basta con la certeza de su panurguismo. Viven de luz ajena, satélites sin color y sin pensamientos, uncidos al carro de su cacique, dispuestos siempre a batir palmas cuando él habla y a ponerse de pie llegada la hora de una votación.
En ciertas democracias novicias, que parecen llamarse repúblicas por burla, los Congresos hormiguean de mansos protegidos de las oligarquías dominantes. Medran piaras sumisas, serviles, incondicionales, afeminadas: las mayorías miran al porquero esperando una guiñada o una seña. Si alguno se aparta está perdido; los que se rebelan están proscritos sin apelación.
Hay casos aislados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado o representantes de anhelos indomables; si el tiempo no los domestica, ellos sirven a los demás, justificándolos con su presencia, aquilatándolos. Es de ilusos creer que el mérito abre las puertas de los Parlamentos envilecidos. Los partidos o el Gobierno en su nombre operan una selección entre sus miembros, a expensas del mérito o en favor de la intriga. Un soberano cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía y por conveniencia.
Las más abstrusas fórmulas de la química orgánica parecen balbuceos infantiles frente a las vueltacaras del Parlamento mediocre. El desprecio de los hombres probos no lo amedrenta jamás. Confía en que el bajo nivel del representante apruebe la insensatez del representado. Por eso ciertos hombres inservibles se adaptan maravillosamente a los desiderata del sufragio universal; la grey se prosterna ante los fetiches más huecos y los rellena con su alambicada tontería.
Los cómplices, grandes o pequeños, aspiran a convertirse en funcionarios.
La burocracia es una convergencia de voracidades en acecho. Desde que se inventaron los Derechos del hombre todo imbécil los sabe de memoria para explotarlos, como si la igualdad ante la ley implicara una equivalencia de aptitudes. Ese afán de vivir a expensas del Estado rebaja la dignidad. Cada elector que cruza las calles, de prisa, preocupado, a pie, en automóvil, de blusa, enguantado, joven, maduro, a cualquier hora, podéis asegurar que está domesticándose, envileciéndose: busca una recomendación o la lleva en su faltriquera.
El funcionario crece en las modernas burocracias. Otrora, cuando fue necesario delegar parte de sus funciones, los monarcas elegían a hombres de mérito, experiencia y fidelidad. Pertenecían casi todos a la casta feudal; los grandes cargos la vinculaban a la causa del señor.
Junto a ésa, formábanse pequeñas burocracias locales. Creciendo las instituciones de gobierno el funcionarismo creció, llegando a ser una clase, una rama nueva de las oligarquías dominantes. Para impedir que fuese altiva, la reglamentaron, quitándole toda iniciativa y ahogándola en la rutina. A su afán de mando se opuso una sumisión exagerada. La pequeña burocracia no varía; la grande, que es su llave, cambia con la piara que gobierna. Con el sistema parlamentario se la esclavizó por partida doble: del ejecutivo y del legislativo. Ese juego de influencias bilaterales converge a empequeñecer la dignidad de los funcionarios.
El mérito queda excluido en absoluto; basta la influencia. Con ella se asciende por caminos equívocos. La característica del zafio es creerse apto para todo, como si la buena intención salvara la incompetencia. Flaubert ha contado en páginas eternas la historia de dos mediocres que ensayan lo ensayable: Buvard y Pécuchet. Nada hacen bien, pero a nada renuncian. Ellos pueblan las mediocracias; son funcionarios de cualquier función, creyéndose órganos valederos para las más contradictorias fisiologías. Consecuencias inmediatas del funcionarismo son la servilidad y la adulación. Existen desde que hubo poderosos y favoritos.
Bajo cien formas se observa la primera, implícita en la desigualdad humana: donde hubo hombres diferentes algunos fueron dignos y otros domésticos.
El excesivo comedimiento y la afectación de agradar al amo engendran esas carcomas del carácter. No son delitos ante las leyes, ni vicios para la moral de ciertas épocas: son compatibles con la "honestidad". Pero no con la "virtud".
La sensibilidad a los elogios es legítima en sus orígenes. Ellos son una medida indirecta del mérito; se fundan en la estimación, el reconocimiento, la amistad, la simpatía o el amor. El elogio sincero y desinteresado no rebaja a quien lo otorga ni ofende a quien lo recibe, aun cuando es injusto; puede ser un error, no es una indignidad. La adulación lo es siempre: es desleal e interesada. El deseo de la privanza induce a complacer a los poderosos; la conducta del adulón mira a eso y todo le sacrifica su ánimo servil. Su inteligencia sólo se aguza para oliscar el deseo del amo. Subordina sus gustos a los de su dueño, pensando y sintiendo como él lo ordena: su personalidad no está abolida, pero poco falta. Pertenece a la raza de los "cobardes felices", como los bautizó Leconte de Lisle. La adulación es una injusticia. Engaña, Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una especie de benevolencia vulgar o por el deseo de agradar a cualquier precio. Racine, en Fedra, lo creyó un castigo divino: Détéstables flatteurs, présent le plus funeste Que puisse aire aux rois la cólere celeste (Detestables aduladores, presente el más funesto que pueda hacer a los reyes la cólera celeste). No sólo se adula a reyes y poderosos; también se adula al pueblo.
Hay miserables afanes de popularidad, más denigrantes que el servilismo.
Para obtener el favor cuantitativo de las turbas, puede mentírseles bajas alabanzas disfrazadas de ideal; más cobardes porque se dirigen a plebes que no saben descubrir el embuste. Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento a la propia dignidad. En los climas mediocres, mientras las masas siguen a los charlatanes, los gobernantes prestan oídos a los quitamotas. Los vanidosos viven fascinados por la sirena que los arrulla sin cesar, acariciando su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los serviles los arrastra a cometer ignominias, como esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla a quienes las corrompen con elogios desmedidos.
El verdadero mérito es desconcertado por la adulación: tiene su orgullo y su pudor, como la castidad. Los grandes hombres dicen de sí, naturalmente, elogios que en labios ajenos los harían sonrojar; las grandes sombras gozan oyendo las alabanzas que temen no merecer. Las mediocracias fomentan ese vicio de siervos...
De tiempo en tiempo alguno de los mejores se yergue entre todos y dice la verdad, como sabe y como puede, para que no se extinga ni se subvierta, transmitiéndola al porvenir. Es la virtud cívica: lo innoble es calificado con justeza; a fuerza de velar los nombres acabaría por perderse en los espíritus la noción de las cosas indignas. Los Tartufos, enemigos de toda luz estelar y de toda palabra sonora, persígnanse ante el herético que devuelve sus nombres a las cosas. Si dependiera de ellos la sociedad se transformaría en una cueva de mudos, cuyo silencio no interrumpiese ningún clamor vehemente y cuya sombra no rasgara el resplandor de ningún astro.
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