jueves, 1 de octubre de 2009
PAPÁ ESTADO
Por Alberto Asseff
En su albor un país necesita de la mano del Estado o aquello que desempeñe el rol de tal. No se concibe que la lucha por la Independencia la lleven adelante los privados o que la Constitución la sancionen los sectores sociales con ausencia de lo público. Empero, que doscientos años después de esa época inaugural estemos sujetos al Estado tutor y mentor no parece propio de un pueblo maduro.
Como toda nuestra América - agudizado en nuestro caso, quizás porque lo conocemos y lo padecemos en carne propia - sufrimos al Estado. En lugar de disfrutarlo.
El Estado se acrecienta y ramifica. Se asemeja a un pulpo, pero sin su finitud. So pretexto del fundamental papel de regulador, se entromete hasta el tuétano. En estos días sus excesos bordean lo irrisorio: quita para dar. A los mismos. No redistribuye un micrón. Es el caso de la ONCCA, una superestructura que cual metástasis está segando la creación de bienes y por ende está matando el empleo y la ruralidad. Y abriendo compuertas a la discrecionalidad y a los subsidios espurios.
Montar una burocracia inmensa para cobrar retenciones y después devolverlas a gran parte de los tributistas parece una ficción. Pero es realidad. Así, los productores dan más trabajo a contadores y abogados que a peones. Menos trabajadores rurales, más profesionales urbanos. Lo contrario de lo que hacen Europa o EE.UU. que mediante ominosos subsidios tratan de arraigar a sus ruralistas, a los que no quieren ver en las megaciudades.
El Estado nacional argentino - es una forma de decir, ya que tiene poco de las tres nominaciones - se ha desplegado sin cesar desde la crisis de 1930. No hay sitio, sector, geografía, ramo o rubro en el que no se halle su presencia, con sus papeleos, sus sellos, sus certificaciones, su mora, su pesada burocracia. Sin embargo, en proporción inversa con su intromisión, el país cada vez funciona peor.
Cualquiera de nuestros quehaceres están desmejorados respecto de los pasados tiempos. Dicho esto sin nostalgias por aquel país que se enriquecía casi sin esforzarse. Esto es, en rigor, una irreverencia para millones de argentinos pretéritos - criollos, aborígenes e inmigrantes - que laboraron duramente para sí y sus familias y para que la Argentina emergiera como tierra prometedora para propios y foráneos.
Desde los virtualmente perdidos ferrocarriles hasta los partidos políticos o las obras sociales de salud, a mayor intervención estatal más desastre.
Para colmo, con la nueva crisis global los EE.UU. y demás países centrales destinaron fuertes recursos públicos para socorrer a la economía en derrumbe. ¿Cómo se leyó esto en nuestro país? Se festejó porque 'por fin los norteamericanos entendieron que nosotros estábamos en lo cierto en materia de intervencionismo estatal'. Se nos atravesaron los cables. Otra vez aplaudimos a rabiar algo que debería causar tristeza. Como con el no pago de la deuda en 2001 (legítima, claro).
No se tomó nota de que esas transferencias de dineros públicos al sector privado fueron practicadas con pena. Provisoriamente. Y reintegrables. Para nada bendijeron al intervencionismo. Sólo lo adoptaron pragmáticamente. En el mundo no hay algarabías.
Entre nosotros 'papá' Estado es una ideología, un modo de pensar, de creer, de ver, de vivir. No concebimos la vida sin él. Aunque muchas veces nos hace renegar no lo imaginamos dándonos autonomía, valorándonos como adultos, confiando en nosotros. Porque en la médula del intervencionismo se halla una premisa, que no por falaz, deja de estar omnipresente: no se puede confiar en el pueblo que fue, es y será inmaduro, que ad eternum requerirá de la protección estatal. Tenemos una confusión monumental sobre cómo y quién crea riqueza. No hemos comprendido que la riqueza genuina la crea el pueblo, con ayuda del poder público. No al revés. Y menos el gobierno, que en realidad suplanta al Estado. Este se diluye, subsumido por su ocupante de turno.
Por eso, en todos los países industrializados al principio estuvo el Estado tutelando para que nazcan las manufacturas incipientes, pero gradualmente se fue apartando en la medida de que se iba fortaleciendo el cuerpo socio-económico. Ello sin perjuicio que cada tanto y conforme la necesidad, la palabra - ley - o la acción - ejecución - del Estado aparece en escena. Los desmadres, excesos, demasías e irracionalidades del mercado irrumpen en el más pintado. Para neutralizarlos está el Estado serio, en serio, robusto de inteligencia y sutil en sus procederes para restablecer la normalidad, esto es una vigorosa sociedad civil y económica. Por eso organizó un Estado servicial, funcional.
Los años noventa traen un doble error de diagnóstico: no se privatizó por designio conceptual, sino por hartazgo social ante el fracaso del Estado. Y no se produjeron frustrantes efectos por la privatización en sí, sino por lo pésimamente hecha. Y por lo espuria. Además, una buena retirada del Estado exige el más eficiente y técnico control. Todavía hoy nos adeudan entes reguladores como Dios manda y el pueblo pide.
Un capítulo entero corresponde a la corrupción pública. El manejo fraudulento de los recursos estatales no es anecdótico. Sólo justipreciando los sobreprecios y otros peculados y calculándolos en un módico 10% del presupuesto, se nos evaporan por año 26 mil millones de pesos. Se sustraen al pago de la deuda social y se restan a la infraestructura de salud, educación, transporte, sanitaria - cloacas y agua corriente - y una centena de requerimientos de la comunidad. Sin omitir la defensa del mar y la presencia en la Antártida.
Una de las justificaciones para el Estado entrometido es, precisamente, controlar las estafas privadas. No obstante, se puede sentar una paradojal ecuación: a más burocracia que 'controla', más cantidad y envergadura de los dolos.
No sólo padecemos del letal cáncer de la intervención estatal desbordada. También del tumor de la corrupción. Entre los dos corroen la voluntad y la iniciativa productiva y emprendedora de los argentinos, desde las miles de mujeres del llano que serían felices con un microemprendimiento hasta inversiones más cuantiosas que generarían trabajo y movilizarían la actividad en beneficio de todos.
La pobreza estructural y la deseducación de la marginalidad reclaman de un Estado activo y exitoso. Establecer la igualdad de oportunidades es insustituiblemente una función estatal. Pero de un verdadero Estado.
El incorregible Estado que tenemos no aprende a armonizar en vez de crispar, tampoco sabe gastar bien y ni ahorrar. No entiende de sinergia con la iniciativa privada con la que vive pugnando. No es capaz de quebrarle el brazo al desánimo colectivo que ya es oceánico. No acierta a redimir a los desposeídos sin incurrir en la agraviante dádiva. Carece de aptitud para paralizar - no digo erradicar - el crecimiento exponencial de la villa de Retiro, para citar un caso. No sabe capacitar para el trabajo, planificar a largo plazo, establecer la carrera administrativa o impedir que lo tomen como botín. No puede cumplir con el Preámbulo.
No adscribo a la teoría del 'derrame del mercado'. La justicia social exige una mano estatal. Pero tampoco cedo ante la falsa concepción de que 'papá' Estado es nuestro salvador. Creo que nos 'salvamos' si apostamos y confiamos en nosotros mismos. Y si nos dotamos de un buen Estado, no de un 'papá'.
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