lunes, 10 de diciembre de 2012
DESPRECIO
La matriz del desprecio
por Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
Algunos dicen que, cuando hablamos de los políticos, no es bueno meter a todos en la misma bolsa. Sostienen que las generalizaciones no son saludables, porque en casos como estos solo alimentan la anarquía.
Tal vez lo que suceda, es que en la política nadie se esmere demasiado en esto de diferenciarse lo suficiente como para que los que pluralizan se detengan en decir “todos menos aquel otro”.
No se afirma nada nuevo si se recuerda que la política se maneja con sus propios códigos. La perversa deformación del concepto de democracia por la cual se manipula el uso de las mayorías, ha dado paso a nuevos esquemas de funcionamiento que priorizan determinadas acciones y descartan otras.
Lo concreto es que la carrera por los votos, ha generado una dinámica donde lo que importa es parecer. El corto plazo, el próximo turno electoral, invita a la política, solo a dedicarse a aquellos que tenga impacto electoral.
Pero lo cierto es que a la inmensa mayoría de los políticos no les interesa, en lo más mínimo, lo que sucede con la gente, en tanto y en cuanto eso no impacte fuertemente en la próxima encuesta de opinión.
La política acciona y reacciona, solo cuando percibe que electoralmente ciertas decisiones pueden complicarla en forma directa o bien cuando una determinación le significa un rédito partidario emergente.
Pero todo esto sería retórica si no fuera porque se confirma a diario. Muestras de esto, abundan por doquier. El desprecio de la política para con los individuos, es demasiado evidente y forma parte del paisaje cotidiano.
Hasta los más progres, esos que se ufanan de su humanismo y le critican a sus adversarios, la insensibilidad de sus políticas, terminan confirmando ese sendero en el que la política trata a la gente como basura.
Las postales que vemos son difíciles de refutar. Solo es necesario recorrer las salas de un hospital para ver como las supuestas “políticas de inclusión”, deshumanizan a la gente de la mano de quienes operan el régimen.
Pese al esfuerzo aislado de algunos agentes públicos, que desentonan en el contexto, la gente que padece una enfermedad queda relegada, su intimidad bastardeada en otro síntoma de la indolencia estructural. En ese sistema no importa la relación medico paciente, ni la contención o el estado de ánimo del que además de sufrir dolencias, termina siendo víctima de un esquema que lo ningunea sin parpadear, ni sonrojarse.
Los pacientes pasan a ser números de cama, o de turno en una guardia, en la que esperan que “el sistema” le asigne un caritativo facultativo que se ocupe de él y que no necesariamente, es el más apto para la tarea. Esta es solo una cara más de cómo el sistema desprecia a la gente.
Ni hablar de cuando ese ciudadano que paga impuestos debe hacer una gestión en una oficina pública. El destrato, la interminable lista de agravios y ofensas que tendrá que soportar para cumplir con la burocracia formal, es otro botón que sirve de muestra.
Otra fotografía es la de las largas filas de personas esperando para cobrar un plan social, para obtener su jubilación, o percibir sus haberes en otra señal evidente de esa desconsideración secuencial. Sectores sociales que no tienen posibilidades, inician esas hileras muchas horas antes, a veces en la madrugada, sufriendo inclemencias del tiempo de todo tipo, para que un funcionario estatal lo despersonalice y lo trate como a uno más.
En la educación estatal sucede lo mismo. Un alumno es solo eso, uno más en la lista. No importa enseñar, mucho menos que progresen y aprendan. Las aulas, los elementos de estudio, los contenidos, el edificio escolar, las instalaciones sanitarias, otro signo de lo que piensa el sistema de su gente.
Ese no parece ser el sistema que tanto elogian los defensores del régimen. Solo hay que recorrer, escuelas, hospitales, oficinas públicas, para entender la utopía del Estado eficiente, de ese costado humano que todos pretenden encontrar en esa construcción mental falaz y que no existe de modo alguno.
Algunos dirán que el problema son los operadores del Estado, esos empleados públicos que descalifican el esfuerzo del resto. Inclusive no faltará quien diga que los ineficientes son los menos.
El problema no son los empleados, el asunto de fondo está en el sistema, ese que desestimula a los que hacen bien las cosas pagándole lo mismo que a los que hacen mal, ese que otorga “estabilidad laboral” creyendo que eso es un valor, cuando es esa la herramienta que hace que a nadie le importe hacer su trabajo como corresponde, después de todo, no lo podrán quitar de la nómina. Ni hablar cuando media en este juego, el acomodo político, la recomendación, el padrinazgo del algún dirigente que nunca falta.
El sistema es esencialmente inhumano. Trata a la gente como basura. La destruye moralmente haciéndola sentir una lacra, a veces ni siquiera la considera un número, en todo caso como si fuera “una cosa”.
Es casi imposible defender un sistema que maltrata a la sociedad, sobre todo a los que menos pueden amortiguar el impacto de los atropellos de los abusadores seriales. Es notable como algunos pretenden justificar esta actitud cotidiana, que atraviesa épocas, gobiernos y colores partidarios.
La política tiene ciertos estímulos que marcan su norte. Sus conductores, líderes y dirigentes, solo están pensando en el próximo turno electoral. Allí tienen puestos sus esfuerzos, su concentración, y a eso se dedican. El resto es solo la matriz del desprecio.
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