lunes, 10 de diciembre de 2012
EFÍMERA Y REPUDIADA
Dos actitudes nos parecen objetables ante este fenómeno que, para abreviar, llamaremos de protesta social generalizada. Una es la del optimismo, en virtud del cual, de la conjunción de cacerolazos y de paros saldría poco menos que la solución nacional. No esperamos nada de la masa, voluble y díscola por naturaleza y movilizada antes por razones subalternas que sustanciales. Tampoco esperamos nada del proverbial “día después” de estos actos, sea que su llegada se conciba en términos literalmente cronológicos o electorales. Mientras perviva el Régimen, aguardar algo virtuoso que de él emane, es utopía o demencia.
Pero una segunda actitud debe ser también mirada con reserva. Es la de quienes evalúan este variopinto suceso sociológico como un simple estertor del bolsillo colectivo, o una mera jugada de opositores que no son tales, o la extraña movida entre sombras de alguna embajada extranjera. Más allá de que la presencia de tales factores nunca debe descartarse, y más allá incluso de la funcionalidad al sistema que tales manifestaciones puedan tener mientras conserven el actual tono políticamente correcto, aquí hay otra cosa. Algo más.
Parece acertar, sin proponérselo, el gobierno, cuando fingiendo una indiferencia que no es cierta y mintiendo una subestimación ficticia, les reclama a los protestones que se consigan un partido político y se sumen a la próxima tómbola sufragista. Es decir, les pide extrema, completa y prolija funcionalidad regiminosa.
Pero es entonces cuando vamos llegando al núcleo de una crisis que tiene, por lo menos, una década de tosca explicitación callejera. La sociedad intuye la ventaja del que se vayan todos, desconfiando de sus representantes pasados, presentes y potenciales; y antes que confiar en partidos vetustos o novatos o en dirigentes fatalmente corruptos, preferiría hacerlo en su propia aunque imperfecta capacidad para levantar el dedo acusador.
Es la representatividad partidocrática la que ha perdido legitimidad y garantía; y lo sepan o no los movilizados (no; no lo saben, y si lo supieran no se atreverían a decirlo), es la democracia la causa eficiente de sus desdichas. Pedirles que se consigan un partidito o un conductor potable, es asegurarse de que nada se saldrá del cauce previsto, de que a nadie se le ocurrirá pensar en otra variante. Y lamentablemente, unos y otros —gobierno infame y sociedad convulsa— no están dispuestos a ver más allá de sus narices.
¿De qué han servido estas movilizaciones multitudinarias? De fondo y con miras mediatas, creemos sinceramente que de nada. Pero en lo inmediato y en la superficie algo se dejó ver que no debería desaprovecharse.
Por lo pronto, que el sueño monstruoso de una Cristina Eterna es tan frágil como la salud mental y moral de la destinataria del anhelo. La única eternidad de la que posiblemente vayan a hacerse acreedores estos crápulas, es la del infierno.
Que la tiranía de la mujerzuela mafiosa y de sus rufianes acabe en el descrédito y en el repudio generalizado, es un final más edificante que el que ellos conciben para sí mismos: ingresar a la historia cual una nueva raza inmortal de hiperbóreos.
Que les llegue la vindicta del endiosado pueblo, oyendo del mismo que sus tumultuosos miembros hacen rimas obscenas con sus nombres y sus actos, forma parte de esa justicia inmanente que desborda el Palacio de los Tribunales.
Que a él y a ella no les deseen un destino peraltado sino el rugiente retorno a la madre que los parió, es expresión de esa inviolabilidad del Orden Natural que vuelve por sus fueros.
Que la usura internacional, a la que han servido desde sus jóvenes años de buitres cipayos afincados en la Patagonia, les cobre ahora la lonja de carne, es un desenlace ominoso que quedará inscripto en la crónica de sus jornadas viles.
Que la evidencia del daño inmenso causado sea tan palpable como la inmundicia personal de los Kirchner, salva al menos los penates del sentido común, lo que ya es algo. Después —como siempre y como en todo— Dios proveerá.
En medio del burgués gentío del 8N, divisamos una pancarta solitaria, bajo la cual no se cobijaba sino una pequeña aunque convencida grey. Todo un símbolo. Y rezaba esa pancarta: Cristo Jesús, en ti la patria espera. Hacemos nuestra esta plegaria. Porque no concebimos otro modo de dedicarnos a la política que empezar por la impetración a Nuestro Señor, mientras con el mazo damos y damos sin pedir tregua alguna.
Antonio Caponnetto
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