sábado, 21 de mayo de 2016
LOGIA LAUTARO
ESPERANDO EL BICENTENARIO
El fracaso de la Logia Lautaro: Gobierno unipersonal vs. poder colegiado
Llega el Bicentenario verdadero. La República Argentina, versión limitada de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que podrían haberse extendido a gran parte de Bolivia y Uruguay, comenzó a concretarse el 09/07/1816, no el 25/10/1810, cuando todo era aún muy confuso. Entre ambas fechas ocurrió la Asamblea de 1813, donde fracasó un importante intento de declarar la independencia y dictar una Constitución. Fue importante el fracaso del proyecto de la Logia Lautaro (una rama de la Logia Gran Reunión Americana o Logia de los Caballeros Racionales, fundada por el venezolano Francisco de Miranda en Londres, 1798) que había emergido triunfante de los eventos de 1812. El revés tuvo un costo importante: el inicio de desencuentros sangrientos entre diferentes actores del conflicto. Es muy interesante el ensa yo de Marcela Ternavasio, máster en Ciencias Sociales (Flacso) y doctora en Historia (UBA), "Gobernar la Revolución - Poderes en disputa en el Río de la Plata 1810-1816" (Siglo Veintiuno), cuando analiza lo que ocurrió. En este caso, un fragmento del capítulo "¿Dividir o concentrar el poder?", un debate que llega hasta 2016 ya que el presidencialismo que triunfó en 1953 y en 1994, no termina de conformar a los perdedores.
"Cuando en enero de 1815 la asamblea volvió a reunirse de manera extraordinaria y designò a Alvear en reemplazo de Posadas la suerte parecía estar echada."
por MARCELA TERNAVASIO
“En mi familia había algunas personas del partido del Rey, enemigas de los patriotas. Algunas de mis primas estaban siempre chocándome y burlándose de mí porque era patriota, pillo; decían que todos los patriotas eran pillos. Yo no sabía cómo vengarme de aquellos insultos, y como se estaba para reunir la asamblea del año XIII y yo estaba todo el día oyendo hablar de la asamblea, amenazaba a mis primas con la asamblea: peor fue para mí esto, porque empezaron a llamarme a gritos: “Asamblea, Asamblea”. Enfurecido por este apodo las atropellé enojado”.
El testimonio de Manuel Alejandro Pueyrredón, un niño todavía en aquellos días, es ilustrativo del momento que se vivía. La asamblea constituyente abría sus sesiones el 31 de enero de 1813 en un clima de gran expectativa y euforia. Los actos que rodean su inauguración hacían alarde de ese clima. Los diputados electos concurrieron por la mañana a la Fortaleza para formar la comitiva oficial que se dirigió a la iglesia catedral donde se celebró una solemne misa y, acabada esta, el gobierno recibió el juramento de los diputados. Trasladada luego la comitiva a la casa del tribunal del consulado, donde se instaló la asamblea para sesionar, se sucedieron las primeras arengas mientras los festejos proliferaban en la ciudad capital. En las celebraciones pudieron verse desfiles de tropas, fiestas nocturnas con iluminaciones, adornos en la Plaza de la Victoria y el Cabildo, música y bailes, e incluso danzas indígenas representadas po r individuos que, a falta de aborígenes en la ciudad, llevaban sus vistosos ropajes. Manifestaciones que muestran la voluntad de los nuevos dueños del poder; la Logia Lautaro y la Sociedad Patriótica absorbida por la primera; por mostrar la importancia de ese gran acto y todo lo que se esperaba de la apertura del primer congreso constituyente reunido en el Río de la Plata.
Los pormenores y detalles exhibidos por los diputados en la exigencia del reconocimiento y jura de la asamblea, cuya fórmula excluía la fidelidad a Fernando VII, hablan; según lo ya destacado por Juan Canter; del “intento de asegurar una aceptación visible y total o por lo menos amenguar y absorber las oposiciones”. Según la interpretación del autor; formulada sobre la base de documentos que recorren los juramentos de las corporaciones civiles, militares y eclesiásticas, cabezas de familia, ciudades del interior y funcionarios públicos; en la insistencia de la asamblea a obligar al juramento a personajes reacios a hacerlo se estaría advirtiendo que el nuevo emprendimiento constituyente no gozaba de total unanimidad.
Pero más allá de si cierta indiferencia por parte de algunos grupos o personajes puede ser leída como una oposición en potencia, lo cierto es que lo ocurrido en el seno del congreso entre 1813 y 1815 muestra que, tras la apariencia de armonía que procuraba traducir el Redactor de la Asamblea; órgano oficial del cuerpo a cargo del diputado Monteagudo, que a falta de taquígrafos resumía lo discutido en las sesiones y aportaba reflexiones doctrinales del editor; los conflictos dentro y fuera del recinto desafiaron el intento de los vencedores en las jornadas de octubre de 1812 de dominar todo el espacio político.
Los dilemas de la soberanía
Para comenzar con algunas de las percepciones que tuvieron los contemporáneos sobre el problema aquí enfocado, tal vez sea útil reproducir algunas de las opiniones del ya citado diplomático norteamericano, Brackenridge. A tres años de fracasada la asamblea, Brackenridge evaluaba su evolución y transformación a la luz de una mirada muy sensible al tema de cómo establecer límites al poder, dada su procedencia y el relevante papel que el lenguaje de división de poderes tuvo en la historia norteamericana posrevolucionaria. Su informe sobre el derrotero del congreso comenzaba subrayando que para ese momento “ni una palabra se dice de Fernando” y que el poder ejecutivo ya no se llamaría provisional sino supremo. Sostenía que el congreso estaba investido de facultades muchísimo más extensas que cualquiera de los cuerpos antes reunidos y que en tal carácter “procedió a hacer muchos actos importantes de soberaní a absoluta”. Decía también que, según los tópicos tratados en las actas de la asamblea, “aparecería que el poder soberano estaba en realidad en sus manos y que el ejecutivo triple, en la balanza de importancia política, se había hecho para falsearla”.
Tal supremacía de la asamblea sobre el triunvirato la explicaba “por la impopularidad del poder ejecutivo” que condujo a “la oscilación de la opinión pública” a volcarse “al otro extremo y prevaleciera una disposición de confiar todo a la asamblea”. Reconocía que “conservar el equilibrio era tarea sumamente dificultosa; los hábitos del pueblo lo inclinaban a esperarlo todo del ejecutivo, como en tiempo del virrey, y esta rama por lo tanto se halló que había monopolizado gradualmente toda autoridad”. El predominio del poder legislativo ejercido por la asamblea, sin embargo, no habría de durar mucho: “Este sol; decía el diplomático del Norte; que se levantaba tan hermoso, luego se nublo”.
Dadas las derrotas en la guerra, el ánimo público se agitó, reclamándose “un ejecutivo más fuerte” mientras “la Asamblea, por haber monopolizado el poder del estado , estaba ocupadísima en debates ociosos”. En ese contexto se produjo la creación del directorio; poder ejecutivo unipersonal; y junto con él “la autoridad de la asamblea declinaba rápidamente, a medida que aumentaba la del Ejecutivo”. El fracaso del Congreso era relatado por Brackenridge en los siguientes términos: “La autoridad del estado volvió a caer en manos del Cabildo. La Asamblea durante la administración de Alvear se había hundido en la insignificancia y cayó hecha pedazos”. (…)
Pero lo que interesa subrayar especialmente es la agenda de problemas expuesta por Brackenridge, retomada aquí a modo de índice de los asuntos a desarrollar en lo que resta de este capítulo:
> dónde residía la soberanía y quien asumía y quien asumía el poder supremo,
> la oscilación entre reforzar el ejecutivo o legislativo y
> la concentración del poder en términos del pasaje de una autoridad colegiada a una unipersonal.
Las logias lautarinas usaban la terminología y organización masónica. Unos dicen que las logias lautarínas no eran logias masónicas y este criterio lo confirma Domingo F Sarmiento, conocido masón. cuando escribe en 1857.
Sobre la cuestión de la soberanía, ya se ha destacado la novedad impuesta por la asamblea apenas ésta abrió sus sesiones. El mismo día de su instalación decretó “que reside en ella la representación y ejercicio de la soberanía de las provincias Unidas del Río de la Plata” y pocos días después aprobaba la moción de Alvear de que “los diputados de las Provincias Unidas, son diputados de la nación en general, sin perder por esto la denominación del pueblo a que deben su nombramiento, no pudiendo de ningún modo obrar en comisión”. En realidad, la moción original de Alvear fue en parte modificada al incluirse el párrafo de que los diputados no perdían la denominación del pueblo que los había nombrado.
El Redactor de la Asamblea intentaba justificar esta súbita transformación de la representación de los diputados de los pueblos en representantes de la nación afirmando que “es indudable que los representantes del pueblo no pueden tener otra mira que la felicidad universal del estado, y la de las provincias que los han constituido, solo en cuanto aquella no es sino una suma exacta de todos los intereses particulares”. Y continuaba diciendo que “aunque por este principio es puramente hipotética la contradicción del interés parcial de un pueblo con el común de la nación, resulta sin embargo que en concurso de ambos, este debe siempre prevalecer, determinando en su favor la voluntad particular de cada diputado considerado distributivamente”.
La justificación expuesta por Monteagudo nacía de la clara conciencia de que la aplicación del principio consagrado no estaría exenta de conflictos. Entre las dificultades que podían preverse estaba aquella derivada de la vigencia del mandato imperativo, figura del derecho privado en vigor desde el medioevo de Europa que convertía a los diputados o procuradores en representantes de sus mandantes; esto es, de los cuerpos que los designaban; debiendo aquellos ajustar su voto a los poderes e instrucciones otorgados por dichos cuerpos. Parecía claro que si los diputados no podían obrar en comisión, el mandato imperativo pasaba a ser una pieza de museo y, junto con él, el vínculo jurídico que unía a los representantes con sus electores y poderdantes de los pueblos. Cabe aclarar que la convocatoria para elegir diputados a la asamblea de 1813 había establecidos que estos debían ser poseídos de poderes “amplios” para actuar según “creyeran conducente al interés general y al bien y la felicidad común territorial”.
Los diputados, elegidos bajo un sistema electoral que no seguía el principio de proporcionalidad entre número de habitantes y número de representantes de cada jurisdicción; sino el más tradicional que asignaba dicho numero en función de las jerarquías territoriales heredadas de la colonia; fueron dotados de poderes con alcances muy diversos. Esta disparidad fue foco de conflictos en el seno de la asamblea.
Si bien el caso de la Banda Oriental es el más conocido en lo que atañe a las disputas nacidas de los poderes e instituciones otorgados a sus diputados, el ejemplo del diputado por Tucumán, Nicolás Laguna, es ilustrativo de las confusiones generadas con la aprobación del decreto propuesto por Alvear. Laguna formaba parte de una potencial alianza con Artigas, según se ha demostrado Ana Frega al trabajar la correspondencia intercambiada entre el líder oriental y el diputado tucumano, en pos de lograr en el seno de la asamblea una correlación de fuerzas favorables a un sistema de gobierno de tipo confederal. El diputado por Tucumán le escribía un oficio al Cabildo de su ciudad tres días después de haber jurado en la asamblea en nombre de la nación, en el que prácticamente pedía disculpas a su ayuntamiento por haber cometido un acto que podía ser leído como destructor de “la soberanía de nuestra ciudad”. (…)
Laguna hacía referencia a las contradicciones existentes entre la conducta de la asamblea y sus instrucciones que lo obligaron “a hacer un papel ridículo o a que yo renuncie a la diputación; pues yo no sé el camino de hacer compatible una contradicción”. El dilema del diputado por Tucumán era en parte el dilema de un congreso que se desarrolló en medio de esta como de muchas otras contradicciones cuando era la misma asamblea; según Laguna; la que “contraría las instrucciones que se me dieron”, decidir si la renuncia de los diputados debía hacerse frente al cuerpo soberano o ante los pueblos que los habían elegido, o establecer si la legislación que emanaba de dicho cuerpo tenía carácter provisorio o permanente, eran algunos de los problemas que habría de arrastrar el congreso. Problemas que ponían en juego la crucial pregunta sobre donde residía la soberanía.
En este caso, la dimensión debatida era la que enfrentaba a los cuerpos territoriales (los pueblos) con el más novedoso principio de la soberanía de la nación, aspecto ya estudiado en sus múltiples derivaciones por José Carlos Chiaramonte.
Los diputados de la logia; dominantes en la asamblea gracias al control que ejercieron en las elecciones de varias ciudades; parecían creer superada la aversión exhibida en la prensa periódica hasta poco tiempo antes, cuando criticando la experiencia gaditana (N. de la R.: la Constitución de Cádiz de 1812 se convirtió muy pronto en el arquetipo o modelo a seguir no sólo por el liberalismo europeo, sino también por el hispanoamericano) se hablaba de esas “escandalosas doctrinas de soberanía nacional”. De hecho, el congreso rioplatense seguía la ruta de la asamblea nacional francesa y de la constituyente reunida en Cádiz. También Monteagudo había perdido la memoria de sus ácidas críticas hacia la política desarrollada por los gobiernos centrales que, en lugar de desplegar una estrategia conciliadora con las ciudades y provincias, había procurado conquistarlas. (…)
En esta dirección es oportuno señalar que el rechazo de los diputados orientales por parte de la asamblea; pretextando falta de legitimidad formal de sus poderes; fue producto, como se ha destacado muchas veces, de la amenaza representada por Artigas frente al proyecto centralizador de la mayoría de la asamblea como del contenido general de aquellas famosas instrucciones. Además de la ya muy conocida exigencia de apoyar a un gobierno de tipo confederal, hay dos puntos de esas instrucciones que interesa subrayar. Por un lado, la explicita alusión a que tanto los gobiernos provinciales como el “Gobierno Supremo de la Nación” debían dividir los poderes en legislativo, ejecutivo y judicial y que “estos tres resortes jamás podrán estar unidos entre si y serán independientes de sus facultades”.
Croquis de la simbiosis entre la Logia Lautaro y la Sociedad Patriótica, y el escudo de la organización.
Si bien esta apelación al principio de división de poderes puede interpretarse como una referencia meramente retórica, extraída para la ocasión de la folletería que circulaba en aquellos meses, es oportuno llamar la atención sobre un punto: dicha división no debía quedar reducida al poder central sino formar parte también de los gobiernos provinciales. Cabe mencionar que hasta ese momento, las provincias proseguían los lineamientos de la ordenanza de intendentes y que no había sido explícitamente planteada la posibilidad de expandir hacia los gobiernos territoriales el moderno principio de separación de poderes. Un planteo que se nutría; en el caso del artiguismo; de la experiencia norteamericana, pero que también era concebido como uno de los principales dispositivos de organización para América en el proyecto autonomista delineado por Blanco White, según se citó anteriormente. (…)
¿Cuál fue el perfil del poder ejecutivo en la primera etapa, signada por la reunión regular de los asambleístas y por una actividad legislativa más prolífica? El 27 de febrero de 1813 el congreso aprobaba el estatuto del poder ejecutivo en el que se fijaron sus atribuciones. El ejecutivo mantuvo su estructura colegiada de tres miembros y abandonaba el habitual adjetivo de provisorio. La asamblea se reservaba la atribución de nombrar, enjuiciar y remover a cualquiera de sus miembros y dejaba al triunvirato como ejecutor de “las leyes y decretos soberanos” y encargado de “gobernar el estado”. Desde el punto de vista jurídico se ha discutido mucho si a partir de este reglamento es posible concluir que existía un predominio del legislativo sobre el ejecutivo, siguiendo en tal sentido el modelo gaditano que se supone estaba detrás de la mayoría de los decretos de la asamblea. Susana Ramella cuestion a, en parte, este predominio al sostener que el ejecutivo surgido de aquel estatuto tenía más poder que el presidente de los Estados Unidos y que el reconocido habitualmente por estudiosos del tema. No es nuestra intención penetrar en el análisis jurídico del problema sino destacar algunas cuestiones vinculadas a cómo se percibía su dinámica de funcionamiento. (…)
El estatuto de febrero, confeccionado a los apurones; según afirma Canter; se presentó públicamente en el Redactor de la Asamblea acompañado por una reflexión sobre división de poderes. Allí se decía que “la misma libertad conduce al despotismo y se convierte en un germen de anarquía y desolación, cuando los tres poderes que dirigen el cuerpo social se confunden en el ejercicio de sus atribuciones, usurpándose recíprocamente el imperio que tienen demarcado por su naturaleza”. La división de poderes emergía predicada en el habitual lenguaje de los derechos naturales y no como producto de una complicada ingeniería política que suponía definir atribuciones, jerarquías y vínculos entre las ramas que asumían esos poderes. El hacho de simplificar el asunto al registro del imperio de la naturaleza dejaban en la nebulosa una cantidad de cuestiones, de hecho ambiguas, como por ejemplo delimitar las funciones correspondientes a la asamblea. (…)
A pesar de todas estas imprecisiones y ambigüedades, algunos historiadores han coincidido en evaluar a esta experiencia como la tentativa más importante de organización del poder legislativo en el Río de la Plata. (…)
El 7 de septiembre de 1813 la asamblea aprobaba la propuesta elevada por el poder ejecutivo; en ese momento a cargo del triunvirato; de suspender sus sesiones hasta el 1º de octubre por motivos de “salud pública” y mientras “duren las amenazas de peligro”. A tal afecto, quedó formada una comisión permanente compuesta del presidente, vicepresidente y ambos secretarios de la asamblea para abrir las comunicaciones de oficio y citar a sesión extraordinaria en caso de necesidad, “autorizándose al poder ejecutivo, para que obre por sí con absoluta independencia durante las suspensión de las sesiones, debiendo dar cuenta a la asamblea en su primera reunión de aquellas providencias que la necesidad de proveer a la salud de la Patria le hubiere obligado a tomar, y que por su naturaleza necesiten la sanción soberana." Vencido el plazo fijado, la asamblea volvió a suspender las sesiones hasta el 15 de octubre, y aunque se celebró una sesión extraordinaria el 8 de ese mes, el órgano constituyente retomó su labor a mitad de octubre.
Pero exactamente un mes después, Monteagudo hizo moción para suspender una vez más las sesiones de la asamblea, dando lugar a un debate muy reñido; según se lee entrelíneas El Redactor, al manifestar de manera lacónica que hubo votos “por la afirmativa y negativa… después de haber perorado cada una más de las dos veces que permite el reglamento interior”; que reflejaba la resistencia de muchos diputados a otorgar carta blanca al ejecutivo. No obstante, la moción fue aprobada con el objeto de “concentrar el poder mientras dure el conflicto de los riesgos” y de “disminuir las trabas de la autoridad ejecutiva”. Un reglamento preventivo fue sancionado en ese momento, por el que se estableció una comisión permanente de cinco diputados, quedando el poder ejecutivo con las mismas facultades extraordinarias conferidas en el decreto del 8 de septiembre de 1813. (…)
Lo cierto es que la concentración del poder se produjo en los últimos meses de 1813 poniéndose en juego problemas específicos de ingeniería política. Monteagudo lo percibía, de hecho, en estos términos, cuando en 1812 postulaba simplificar los mecanismos de ejercicio del poder y adoptar el modelo de dictadura romana al que consideraba menos complicado. Si bien no caben dudas que el nuevo principio de división de poderes exhibía serias complicaciones a la hora de ser traducido en instituciones concretas; dada la ambigüedad de su propia formulación y las dificultades que encontraba al estar articulado al problema de la soberanía y la representación; es difícil acordar que el correspondiente a la magistratura romana fuera más sencillo.
De hecho, la dictadura era una magistratura constitucional que la república romana utilizaba en tiempos de crisis y por cierto se trataba de un mecanismo complejo: el único cuerpo autorizado para declarar una emergencia era el senado; una vez declarada la emergencia el senado veía notablemente disminuida su función política; los cónsules eran los encargados de designar al dictador pero ninguno de ellos podía asumir dicha magistratura; y el poder del dictador, aunque formidable, estaba acotado por limites explícitos, tanto desde el punto de vista temporal como funcional. (…)
Como se vio en páginas anteriores, la colegiación funcionaba como un principio tendiente a limitar el poder de la autoridad. Más allá de las dificultades presentadas en su ejercicio concreto; reconocidas por los diferentes protagonistas de los hechos aquí relatados desde 1811; dicho principio parecía gozar, todavía en 1813, de un fuerte consenso entre muchos miembros de la elite. El propio Alvear observaba en sus Narraciones que al proponer la creación de un ejecutivo unipersonal, materializado finalmente en enero de 1814 al erigirse la figura del director supremo en reemplazo del triunvirato, ”era tal el ardor democrático de los patriotas de entonces, que no era fácil reducirlos a una mayor concentración” Luego de señalar los inconvenientes que traía consigo un poder colegiado; desde que tres hombres con igual poder “llevaban en su misma institución el germen de la división” hasta la dificultad de la “suma amovilidad de sus miembros” renovables casa seis meses; confesaba lo siguiente: “yo sentí este gran defecto y traté de sondear los ánimos con el objeto de concentrarlo en una sola persona, pero mis insinuaciones no solo fueron mal recibidas sino que produjeron siniestras alarmas que me causaron grandes disgustos”. (…)
La concentración del poder en una sola mano fue propuesta por el poder ejecutivo a la asamblea reunida en sesión extraordinaria el 21 de enero de 1814. La discusión fue ardua, según admitía el Redactor, en sintonía con las resistencias antes señaladas. El periódico hacía referencia a que la oscilación de la opinión pública entre un poder colegiado o unipersonal había estado presente en los debates que precedieron a la sanción del estatuto del poder ejecutivo del 27 de febrero de 1813 y que en aquella ocasión “se uniformó el voto de la asamblea por la delegación en tres personas”. Finalmente, luego de la labor encarada por Alvear, Monteagudo y sus más cercanos allegados, se lograba lo que un año antes no había encontrado consenso. Las razones expuestas para crear la figura del director supremo fueron las ya repetidas en los papeles públicos y conferencias privadas citadas anteriormente: la necesidad de unidad de acción y rapidez en la ejecución. No hubo en esta oportunidad vocación por citar modelos ni criterios de autoridad sino la de apelar al pragmatismo que demandaba la situación. (…)
La reforma al estatuto provisorio del supremo gobierno se sancionó el 26 de enero de 1814 otorgándosele en ella al poder ejecutivo las mismas facultades y preeminencias establecidas en el estatuto del 27 de febrero de 1813 y demás decretos posteriores. Quedaba implícito que entre esas facultades seguían vigentes las extraordinarias delegadas en septiembre. Gervasio Posadas fue nombrado director supremo y al prestar juramento en la asamblea dejaba planteada su sumisión a los representantes del pueblo y la promesa de mantener una relación de cooperación con las demás autoridades constituidas. Sin embargo, buscó rodearse de un nuevo boato. En junio de 1814 se dictaba un decreto sobre ceremonial para las celebraciones públicas que, según Beruti, iba en contra del decreto de diciembre de 1810 de supresión de honores por cuanto el tratamiento otorgado al ejecutivo exhibía “nuevamente la distinción y brillos que abolimos� � Posadas dejó testimonio de la toma de posesión de su cargo en los siguientes términos. (…)
Efectivamente, los días del nuevo director supremo estaban contados. La asamblea hacía ya un largo año que había caído en la inercia. Desde la sesión extraordinaria del 21 de enero de 1814 en la que se había creado el ejecutivo unipersonal (prorrogada hasta el 8 de febrero de ese año) no había vuelto a reunirse hasta agosto, cuando el poder ejecutivo solicito a la comisión permanente que convocara a una asamblea extraordinaria “por la acumulación de graves e importantes negocios cuyo conocimiento debía elevar a la Asamblea General”.
En ese ínterin habían ocurrido hachos muy significativos, entre los cuales la restauración de Fernando VII en el trono era el más relevante. La posibilidad, a esa altura, de declarar la independencia y dictar una constitución, según los objetivos iniciales propuestos por la asamblea constituyente, se presentaba casi como una quimera. La amenaza del envío de una expedición desde la metrópoli para reprimir las insurgencias sumada a la hostilidad de Europa imbuida en el clima de la Restauración hacían inviable la alternativa de hallar apoyos externos para llevar adelante la política originalmente planteada por los líderes de la revolución de octubre de 1812. Una política a la que claramente escépticos respecto de su anterior retorica revolucionaria.
Cuando en enero de 1815 la asamblea volvió a reunirse de manera extraordinaria y designó a Alvear en reemplazo de Posadas la suerte parecía estar echada. Las rebeliones en el ejercito del norte, la expansión del artiguismo en el litoral, el fortalecimiento del rey de España; dispuesto a sofocar a los rebeldes americanos como perseguir liberales españoles; y la creciente oposición al gobierno, no solo en las provincias sino en la misma Buenos Aires, sello el fracaso del primer ensayo constituyente en el Río de la Plata.
Un ensayo que cerraba luego de haber procedido a concentrar el poder en tres dimensiones ya mencionadas: en el plano de la soberanía territorial; al declararse la asamblea representante de la nación; en su dimensión funcional; al delegar el poder legislativo facultades extraordinarias en el ejecutivo; y en la vinculada al tránsito de un poder colegiado a otro unipersonal.
La primera dimensión quedó en un intento frustrado; la segunda habría de regresar de manera intermitente en el Río de la Plata a lo largo de toda la primera mitad del siglo XIX; mientras que la tercera fue más duradera al mantenerse el directorio hasta 1820 y crearse, luego de la desaparición del poder central, poderes ejecutivos provinciales unipersonales en la figura del gobernador.
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