lunes, 6 de agosto de 2012
PERDER EL TEMOR
Perder el temor
por Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
Hay que animarse a desterrar el miedo. El cambio viene cuando se dejan de lados ciertos temores. La apatía, el desánimo y la resignación, son aliados funcionales de quienes pretenden que nos quedemos en casa.
Ellos, los verdaderos conservadores, los que no quieren que nada se modifique, apuestan a eso, a que la gente se entregue, que la impotencia le gane a la voluntad y la desidia a las convicciones.
Los dueños de la política, esos que hicieron de esta actividad su espacio propio, ese lugar desde el cual someten a todos intentando convencerlos de que están ahí, en esa situación de mando, por la voluntad de los más, trabajan con ahínco y perfeccionan a diario esta idea de miedo.
Por eso intentan amedrentar, intimidar, asustar. El arte que conocen es ese, el de mantener a raya a la sociedad para que no se anime a desconocer ese poder que usan atemorizando a todos, imponiendo miedo y no respeto.
Ellos conocen este juego hasta en sus más mínimas expresiones. Saben del desencanto de la sociedad con sus decisiones. Conocen también el desprestigio que los rodea como clase dirigente.
Pero también entienden que para que ese poder siga vigente, la estrategia es evitar que los valientes triunfen. Por eso, de tanto en tanto, eligen alguna víctima, para desplegar sus armas y disuadir a los que se animan.
Su poder no se sostiene sobre la autoridad que le confieren sus cualidades, conocimiento o talento, y mucho menos la que proviene de su integridad personal. Se les teme por lo que pueden hacer con el poder que disponen.
Una de las tantas herramientas que han desarrollado para aplicar sus perversas habilidades, es ocuparse de que la sociedad sienta culpa. Han hecho un culto de esta forma de hacer política y ejercer el poder.
La tarea consiste en que los ciudadanos de a pie, sientan que han cometido algún error en sus vidas, de orden legal, empresarial social y hasta íntimo.
Esquivar algún impuesto, haber recibido un favor estatal, tener un emprendimiento con cierta precariedad, contraer una deuda, haber pasado por tribunales, aunque sea como testigo, o porque no cometer el pecado de ganar mucho dinero y no contribuir con los humildes. A veces inclusive caen en aquello de hostilizar con cuestiones de la vida privada. Todo sirve para poner fuera de juego a los críticos, a los peligrosos, a los que son una amenaza para la continuidad de sus negocios políticos y económicos.
Se han especializado en esto de invalidar a los rebeldes recurriendo a lo que sea. Son muy buenos en ese esquema. Tienen los medios del Estado, cuentan con la información precisa y sobre todo no tienen escrúpulo alguno, ni mínimo código moral, para disponer de lo que sea y usarlo sin remordimiento alguno cuando de sus fines se trata.
Pero en realidad, todo eso que parece estar a su favor, se transforma en realmente importante solo cuando los ciudadanos, acompañan ese juego.
El temor al escrache, a la represalia del poder, a perder dinero u oportunidades por decir lo impropio, hace que los mas se llamen a silencio.
Dicen en privado lo que no se animan a repetir en público. Critican al poder pero no se animan a enfrentarlo en el terreno apropiado y concluyen haciendo lo que los poderosos esperan. El silencio y el manso repliegue.
En realidad, el arma de quienes imponen estas reglas, no es como parece, su supuesto poder, la información, los medios económicos y recursos del Estado. Su poder radica en nuestro temor. Es eso lo que los hace fuertes. No es lo que puedan decir o hacer, sino como impacta esa posibilidad en nuestras vidas cotidianas. Y en esto pasa a tener un rol clave, la comodidad, esa que nos hace aferrarnos al presente por el pánico que nos genera la incertidumbre del futuro.
Los héroes, esos que hicieron lo adecuado, lo necesario, los que se expusieron a todo, inclusive perdiendo las más de las veces, no midieron los pasos. Solo hicieron lo que sentían que tenían que hacer. Muchos de ellos perdieron mucho, inclusive sus vidas en el intento. Pero dieron la batalla, y gracias a ellos muchos hoy gozamos de cierta libertad, pero por sobre todo de un ejemplo a seguir.
No se trataba de seres humanos extraordinarios, sino justamente de seres ordinarios, cuya diferencia era que estaban dispuestos a hacer lo correcto, sin poner excusas mundanas, argumentos pobres desde lo intelectual, o supuestas cuestiones superiores que impidieran obrar en consecuencia.
A riesgo de repetir la frase, nunca más pertinente aquella que una película inmortalizara cuando el protagonista dijera “lo difícil no es hacer lo correcto. Lo difícil es saber qué es lo correcto. Cuando se sabe que es lo correcto, hacerlo es inevitable”.
Los poderosos lo son, no solo por ese arsenal que disponen de un modo ilegitimo cuando se apropian del Estado, sus dineros y recursos. Son poderosos, porque han quebrado moralmente a los ciudadanos, haciéndolos claudicar en sus convicciones, rendirse, resignarse, invirtiendo los roles.
Son ellos los que imponen esas reglas a los ciudadanos que le han delegado ese poder transitoriamente para administrarlo con equidad y criterio. Son los gobernantes quienes deberían rendir cuentas y tener temor.
En realidad lo tienen. Saben que cuando la sociedad despierta, su poder artificial de gobernantes a préstamo, se esfuma. Por eso se esmeran en asustar, en intimidar, en arrinconar a los ciudadanos.
El miedo es la matriz con la que gobiernan. Sin ella estarían dando explicaciones como corresponde. Pero es un papel que les queda incómodo y no les sirve a sus perversos objetivos.
Buena parte de esto pasa porque los ciudadanos bailamos a su ritmo. Hacemos lo que la política espera de nosotros, somos funcionales. Hay que intentar comprender la dinámica. Son ellos los que deben temer a los ciudadanos y no los ciudadanos al poder. Para eso hace falta coraje, sentido de la libertad y sobre todo, una alta dosis de dignidad. El primer paso es entenderlo, para que luego podamos estar dispuestos a enfrentar de modo personal e indelegable, esta decisión de animarnos a perder el temor.
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