lunes, 4 de marzo de 2013
Cuando la democracia es una caricatura
Ninguna sociedad puede subsistir, sin que buena parte de las acciones, se den la mano con la realidad.
La sociedad occidental a la que pertenecemos, que llamamos también moderna, o del conocimiento, es la que ha llevado a niveles nunca vistos el progreso social, cultural, político, y económico. De eso no nos cabe duda si utilizamos el método de la comparación.
Hay motivos fundamentales que lo explican: contrariamente a las sociedades tradicionales o arcaicas, se dejó de ver el mundo en términos sagrados, la aceptación del cambio tiene grados infinitamente mayores a los del pasado, la competencia crítica de las ideas es ampliamente aceptada, y se rechaza el dogmatismo, cuando no permite reconocer los resultados de la práctica o la experiencia.
En Occidente, se dio un hecho único en la Historia: el pasaje de una mentalidad arcaica a una moderna. Es así como pudo separarse el poder político del religioso, desarrollarse una comunidad científica internacional, la instrucción masiva y la democratización de la vida política, fenómenos, entre muchos otros, únicos en la historia de la humanidad.
Cabe destacar la importancia que tuvieron en este largo proceso ideas liberales, porque, permitieron ampliar enormemente los grados de libertad de los individuos en la búsqueda de su propio destino.
Occidente se liberó de los fuertes lazos comunitarios que le obligaban a la acción prescriptiva y del poder absoluto. Pudo, guiados por ideas griegas, participar en los asuntos públicos y sentirse protegido por leyes que garantizaron sus propiedades entre las que figura la más importante, su propia vida.
El hecho de poder elegir, ser responsable del propio destino, se confunde a veces: se cree que la libertad siempre va ligada a la felicidad. Es erróneo pensar de esa manera, porque la inseguridad, el desasosiego, rondan permanentemente al hombre libre. Dejar atrás los mandatos que marcaba la tradición, no garantizó el éxito ni la felicidad, un bien sumamente escaso. Solo nos permitió- mediante ensayo y error- ser soberanos de nosotros mismos.
Hoy, en algunos países de América Latina, gobernantes, en nombre de propósitos aparentemente muy nobles como el bien común, pretenden, con políticas alejadas de lo que entendemos por modernidad, llevarnos a dejar nuestro destino en sus manos. Quienes lo aceptan, permiten que los gobernantes decidan por ellos.
Permiten, de este modo, que se llame democracia a lo que se le parece pero que en realidad es una caricatura.
La única ley que vale es la omnipotencia de quienes gobiernan: recurren a todos los medios posibles para conseguir los resultados que necesitan para mantenerse en el poder. Les vale, desde la compra de legisladores, hasta la coacción, cada vez menos disimulada, llevar adelante un premeditado plan que los lleve a sustituir, en la práctica, el gobierno basado en los poderes republicanos, que recíprocamente se limitan, sin evitar por ello la colaboración, por un sistema autoritario..
El primer ataque es, sin duda, a la independencia de la Justicia, porque de esa manera anulan el poder que tiene de rechazar o anular leyes que resulten inconstitucionales.
Para ello necesitan encadenar a los legisladores a la voluntad del ejecutivo.
Utilizan el poder que tiene el Estado para debilitar: la libertad, el sistema de partidos, la igualdad ante la ley, la opinión pública, los mecanismos electorales y, fundamentalmente, los principios y valores democráticos que inspiran las leyes fundamentales.
La democracia deja de ser en un ambiente de medios pacíficos para resolver los conflictos, en especial el político, para convertirse en un fantasma al que se nombra constantemente pero, en la realidad no aparece, porque se le retiran los paragolpes que la defienden.
En América Latina se esta dejando de apreciar la libertad individual, por acción u omisión, y la sociedad ha dejado de tener presente los peligros inherentes a todas las formas de poder y autoridad. Por eso, no se previenen a tiempo, de líderes populistas y antidemocráticos.
Se cree que solo vale la voluntad de las mayorías por lo que no se respeta la discusión crítica –fuente de progreso y conocimiento desde que los griegos descubrieron el uso consciente de la razón- que puede existir sólo donde no existe el discurso único.
En Argentina, Venezuela, Ecuador, Bolivia, como en Cuba, los gobernantes se creen omnipotentes y omniscientes, eso acaba con la humildad socrática de tener conciencia de ser falibles.
Y, los que han disfrutado de la democracia, no piensan que puede auto-eliminarse, como sucedió en la Alemania de Hitler, donde se usaron los medios democráticos para destruirla, pulverizando al individuo frente al Estado.
Una sociedad compleja necesita imperiosamente que las inquietudes y opiniones de la gente sean escuchadas por el sistema político. Sin reconocimiento de la opinión pública por quienes gobiernan, el camino es el autoritarismo.
La modernidad por su complejidad exige la participación política no limitada, el sistema de partidos y la opinión publica institucionalizada.
Los gobernantes populistas, rechazan el cambio, el pluralismo de ideas y el sistema de partidos, aprovechan la educación obligatoria, los medios de comunicación masiva, dominados desde el estado, incluso a quienes detentan la fuerza, para, poco a poco, implantar un régimen arbitrario.
Solo las fuerzas activas que perduran en la sociedad, pueden detener su acción, si son prevenidas a tiempo, y no escuchan los cantos de sirena del populismo.
Debe objetarse el nacionalismo que se propone basado en ideas retrógradas de aislamiento. Debe imponerse otra vez el de Sarmiento: querer un país mejor que vaya al unísono con los países adelantados, los cuales, en espontáneo proceso de globalización, van hacia una comunidad democrática de naciones.
El éxito o el fracaso está en la aceptación o rechazo de valores esenciales: libertad, seguridad, cultura y progreso.
Elena Valero Narváez.
evaleronarvaez@hotmail.com
Analista política, periodista e historiadora. (Autora de “El Crepúsculo Argentino” Ed Lumiere,2006)
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