lunes, 20 de julio de 2009

LA GUARIDA DEL LOBO


A LA GUARIDA DEL LOBO

Por Gretel Ledo (*)

En el campo de batalla propio, cualquier contrincante resulta disminuido. Es como jugar un partido de fútbol de local en vez de visitante.

El contexto histórico en que el filósofo político florentino, Nicolás Maquiavelo (1469-1527) escribe El Príncipe desenmascara la naturaleza política del ejercicio del poder. La desunión de Florencia, Milán, Nápoles, Venecia y el Papado explica la atomización política italiana del siglo XVI. El resultado era la inexistencia de un Estado fuerte que estuviera al mando de un solo gobernante.

El hablar de un único gobernante obliga al desplazamiento de todo atisbo de liderazgos emergentes. Implica no permitir el florecimiento de nuevas cabezas capaces de disputar la lealtad de un pueblo. Pondría en peligro el poderío del Príncipe, la arrogancia en sus decisiones y la legitimidad de sus actos. Sin duda permitir nuevas figuras desnudaría signos de debilidad, inicio de una caída estrepitosa.

El Príncipe maquiavélico sólo es libre y seguro si dispone de un ejército propio bien organizado sobre la base del reclutamiento del ciudadano. No debe tener otro objeto, otro pensamiento, ni cultivar otro arte más que la guerra, el orden y la disciplina de los ejércitos. El éxito y la eficacia en el mantenimiento del gobierno se enmarcan en una racionalidad estratégica encaminada a lograr con éxito la conservación del poder del Estado. Este tipo de política como arte de conquista, conservación y expansión del poder justifica el dominio y sometimiento del más débil por el más fuerte.

Un Príncipe, a la hora de gobernar tiene que ingeniárselas para debilitar a quienes detentan de mucho poder ya que pueden ocasionar problemas en su gobierno. En este sentido, la combinación paradigmática entre zorro y león, astucia calculadora y fuerza bruta, constituyen dos caras de una misma moneda. Una moneda que también se autodenomina coerción y consenso. Una moneda llamada hegemonía que en el fondo esconde el temor del Príncipe a perderlo todo.

Al Príncipe maquiavélico se le presentan varios caminos: -desarmar a sus súbditos para conservar al Estado sin riesgos; -mantener las divisiones existentes; -alimentar una oposición contra sí mismo (a los fines de permanecer en la agenda mediática); -ganar a quienes le resulten sospechosos.

Paradójicamente, las sucesivas reuniones mantenidas entre el oficialismo y los distintos sectores políticos, sociales y económicos de nuestro país han despuntado el profundo temor a perder la gobernabilidad. Los resultados electorales del 28 de Junio pasado han demostrado la profunda erosión en la popularidad y con ello en la legitimidad de los actos de gobierno. Ahora la estrategia es distinta. Por fin, el vocablo diálogo pareciera que cobra cuerpo. Claras son las artimañas empleadas para alcanzar con éxito el objetivo buscado: colocar bajo sus alas a las distintas fuerzas políticas y, en el peor de los casos, crear fisuras en aquellas estructuras que aún observan con rechazo el confite presidencial.

Lo que se cuestiona aquí es el modo en que se encara el diálogo . Se busca arribar a consensos en el campo donde el Ejecutivo se mueve como pez en el agua: la Rosada.

Entre las virtudes del Príncipe se destaca el ser desconfiado y tener un buen ojo al momento de elegir a sus amistades. Creer inocentemente en un diálogo sin fronteras ni condicionamientos resultaría ingenuo. Implicaría subestimar al Príncipe. No cerrarse a los debates es la clave. Esta vez teñida de una contradicción en sí misma: la tropa debe reclutarse en campo ajeno. El Príncipe conoce bien su campo de acción. No cede espacios. No dialoga en el lugar donde se parla por excelencia: el Parlamento. Lo hace donde se ejecuta: la Casa Rosada.

No basta conseguir el poder sino permanecer en él. Conservarlo y consolidarlo son el secreto de la permanencia en el tiempo.

Entre una de sus acepciones, la Real Academia Española define al encuentro como: el acto de coincidir en un punto, dos o más cosas . En tanto el vocablo diálogo (del latín dialŏgus) es definido como la plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos. Observamos que el encuentro es más comprometedor que un simple diálogo ya que avanza un paso más allá, al punto de arribar a una coincidencia y no sólo a conversar en torno a ella.

Un Encuentro genuino opera en un ámbito donde ninguna de las partes es anfitriona del lugar. Hablamos de una imparcialidad total, absoluta y sin reservas. Al no darse estas condiciones, la actual invitación al Diálogo, ¿representará la guarida del lobo?

(*) Gretel Ledo es Abogada en Derecho Administrativo, Politóloga en Estado, Administración y Políticas Públicas

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