lunes, 6 de julio de 2009
IMBERBES POR SIEMPRE
poder y prepotencia
Imberbes por siempre
Otra vez, los echaron de la plaza. Ellos la habían llenado de matones, iguales a aquellos de quienes ellos mismos se quejaban, aquel lejano 1º de mayo, cuando los ayudaron a acelerar su retirada.
Por Carlos A. Manfroni*
Otra vez, los echaron de la plaza. Ellos la habían llenado de matones, iguales a aquellos de quienes ellos mismos se quejaban, aquel lejano 1º de mayo, cuando los ayudaron a acelerar su retirada.
¡Treinta años esperando verla desde lo alto! Podían hacerlo. Después de todo, como acababan de escuchar de su –hasta entonces– conductor, todavía eran jóvenes imberbes.
—¡Al final, volvimos a la plaza! –dijeron hace poco.
Finalmente, confesaron su inmaduro rencor contra su ex líder y contra el pueblo mismo. Cercaron la casa. Se erigieron en patrón de la vereda. Cerraron las ventanas y acapararon las voces. Los matones golpearon a la gente. Pero los echaron igual; sin empujones, sin golpes, sin disparos...
—¿Qué pasa, qué pasa, qué pasa, General? ¡Está lleno de gorilas el gobierno popular!
Desde la explanada de la República, se habían ido gritando hacia el balcón “¿Qué pasa…?”. Resultó sorprendente que, después de tres décadas, vociferaran casi lo mismo desde arriba.
Tarde o temprano, podrían escuchar esa pregunta una y mil veces, en orden a sus hechos. Fideicomisos de mala fe y buenas comisiones; valijas de apertura inoportuna; toilettes acaudalados; tierras fiscales regaladas; subsidios incontrolables; testaferros inverosímiles; tragamonedas por doquier… ¿Así que esto había sido el gobierno popular?
—¡La sangre derramada no será negociada!
¿En serio?
León Blois decía que el dinero es la sangre del pobre. Y ellos vertieron sangre por donde pasaron.
Como en la parábola evangélica, les fueron una y otra vez perdonadas sus deudas, pero ellos no perdonaron a uno solo de sus deudores, ni siquiera en el sentido literal y crematístico de la expresión.
En cualquier caso, si había algo irredimible en el pasado, no eran precisamente ellos quienes podían arrojar la primera piedra. Y, según quedó visto ahora, tampoco la última.
Ejercieron el poder con la prepotencia propia de quienes no estaban maduros para recibirlo y con el resentimiento de quienes suponen que lo hubieran merecido mucho antes.
A causa de su increíblemente prolongada adolescencia, creyeron que la juventud nunca se acaba y que únicamente contra los otros sobreviene el infortunio.
No acumularon experiencia propia ni aprendieron de la ajena para advertir qué efímera es la suerte.
Ellos, que sabían de venganza, ni siquiera adivinaron el costo que se paga por las humillaciones, las presiones, los desplantes…
En su puerilidad inexplicable, pensaron que el mundo estaba obligado a soportar sus berrinches. Pero el mundo siguió su camino, indiferente a los caprichos, y ellos llevaron al país de las promesas a los suburbios del planeta.
Como en la fábula del escorpión y la rana, no pudieron con su naturaleza y se hunden con quienes los ayudaron.
No salieron de su pequeñez en la victoria y les faltó grandeza en la derrota.
—¡Perdimos por poco (pero merecíamos ganar)!
—¡Por lo menos, esta vez no dirán que hicimos trampa!
—¡A los otros tampoco les fue muy bien! ¿Por qué no les preguntan a ellos?
¿Quién no recuerda, de su infancia, expresiones como éstas?
Desde el otro bando, solían responder:
—¡Goles son amores y no corazones!
Es difícil escuchar palabras tan cercanas a la pubertad entre los mandatarios de nuestro continente. Mediante un esfuerzo, podríamos imaginarlas en las fiestas de aquel presidente ecuatoriano de los 90, a quien apodaban “El Loco” o “Gran Cuñado”, porque llegó a la política gracias a la poderosa influencia del marido de su hermana, y el Congreso lo destituyó por incapacidad mental, después de un cacerolazo protagonizado por dos millones de aldeanos y campesinos. O, tal vez, en las maratones verbales del actual megalómano bolivariano.
La gente suele cansarse de los gritos.
Hoy, comienzan a despedirse del poder sin haber hecho, ni aun gracias a él, un solo amigo.
Quizá, durante estos treinta años, deberían haber recapacitado un poco más sobre la sentencia de su ex líder, en aquella tarde de la plaza: “¡Esos estúpidos que gritan!”.
*Abogado y escritor.
http://ciengarabatos.blogspot.com
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