viernes, 12 de agosto de 2011
NO LA CAGAN LAS PALOMAS
De Plaza de Mayo al Teatro Coliseo
Por Carlos Manuel Acuña
Con un dramático cambio de escenario que llevó al Partido Justicialista de su reconocido protagonismo popular de otrora a pasar de la Plaza de Mayo al Teatro Coliseo, que no desbordó su recinto ni registró público en el exterior, Cristina Fernández de Kirchner cerró la campaña electoral para unos comicios nacionales con los que juega su futuro como presidente de la República y del partido que formalmente dirige. Transformado en un eufemístico Frente para la Victoria, Cristina, lo llevó ayer a culminar por la tarde una nerviosa jornada plagada de versiones y números contradictorios respecto de sus posibilidades en las urnas. Tan contradictorios como para poder entender que en Olivos se vivieron horas que podríamos calificar de dramáticas, habida cuenta del rol que cumplen sus protagonistas en el proceso político -bastante alejado de las preocupaciones que vive el mundo con el que el cristinismo gusta compararse.
En la quinta presidencial, mientras sus asesores le decían a la presidente de la ex República Argentina qué era lo que debía decir durante su discurso de la tarde, las cifras que llegaban con las últimas encuestas más serias indicaban que existían razones para esperar sorpresas desagradables este domingo, aunque todavía no estaban cerradas definitivamente para establecer un escenario más o menos certero. No obstante, los datos eran suficientes para generar resquemores y protestas entre el elenco presidencial, tanto como para exasperar los ánimos y generar críticas subidas de tono dirigidas especialmente contra Carlos Zannini, el trotskista asesor de mayor peso que, en los hechos, ha sido quien dirigió las estrategias oficiales en materia de propaganda, su contenido y movimientos. Con los papeles en la mano y los diarios abiertos en sus páginas dedicadas a los resultados obtenidos en Córdoba, Máximo Kirchner reboleó una trompada que obligó a la intervención de terceros para evitar que las cosas pasaran a mayores y redujeran el proceso a un encontronazo matizado con palabrotas. Zannini, prudente, logró alejarse, mientras trataba de explicar que no pudo impedir que el gobernador de Santa Fe -cuyo partido acababa de ganar unas elecciones que colocaron al kirchnerismo en un lejano tercer lugar- se reuniera públicamente con Hugo Moyano en lo que significó un claro mensaje de independencia de la Casa Rosada, cuya proyección merecerá una nueva lectura a partir del próximo lunes. Binner trataba de jugar en un primer plano que contribuía a complicar las cosas, aunque luego quedó desmerecido con su propio discurso de cierre en el Luna Park.
Tampoco pudo explicar Zannini por qué no previó que el triunfante De la Sota ratificaría que el peronismo cordobés insistiría en un juego propio, alejado del poder central y que el triunfador ya apuntó sus cañones a lograr la futura presidencia del Partido Justicialista, como plataforma para su lanzamiento hacia la presidencia de la Nación en un momento que podría -o no- ajustarse a los plazos constitucionales a esos efectos. Esto último no fue dicho por los protagonistas de la mañana de ayer y posiblemente todavía no se les ocurrió cómo se moverían las fichas en el nuevo tablero político de la Argentina, pese a que todos tenían la sensación de que el fiel de la balanza comenzaba a bajar cada vez más rápido.
Los más conocedores apenas sí tuvieron tiempo para sopesar el gran proceso de traiciones y pases que comenzaban a insinuarse con claridad. El “Chueco” Mazzón, seguramente el que analizaba con más calma este escenario, evaluó en su intimidad los nuevos vientos que soplaban en La Plata, donde el gobernador Daniel Scioli recibía los consejos de sus colaboradores en un vértigo de informaciones y probabilidades que dejaron de lado a los componentes de la estrategia que Cristina puso en marcha desde el mismo momento que aceptó los consejos de Zannini y el pequeño grupo que todavía la rodea. La Presidente no tuvo tiempo para evaluar otra vez las consecuencias de dejar de lado a las figuras más tradicionales y con antecedentes partidarios de la ortodoxia del peronismo y tampoco para considerar que, en resumidas cuentas, se daban circunstancias parecidas a las que en los setenta determinaron que Juan Domingo Perón enfrentara con éxito a la izquierda, encarnada en el camporismo que había sacado del poder. La Presidente, fundadora de La Cámpora, cuya conducción aparente dejó en manos de su hijo Máximo, se preparaba para hablar en el Teatro Coliseo y ejercer el nuevo perfil moderado que se buscó para encarar las elecciones de este fin de semana. Los números le daban vuelta por la cabeza. Pasaban desde un 30 por ciento a una cifra superior al 40 por ciento, pero nadie sabía contestarle concretamente cómo quedaría posicionada para el cada vez más cercano mes de octubre. Tampoco qué sucedería si ganaba por escaso margen -una posibilidad cada vez más aceptada en el forzado optimismo con que la consolaban- y mucho menos cómo podría encarar el hipotético gobierno que debería comenzar en el 2012. En su fuero interno, Cristina sabía que era verdad que Scioli se había convertido en una especie de gran elector y que en el futuro, cualquiera fuese el resultado de este domingo, quedaría atada a los humores del gobernador, que sonreía hasta a sus enemigos cada vez con menos disimulo.
Cristina intuía -aunque con otras palabras- que los dirigentes bonaerenses respondían a una máxima eterna y demostrada: nunca acompañarían hasta el cementerio político y sólo se jugarían en favor de sus propios intereses y del que mejor los representara. Casi como un secreto, durante las últimas horas alguien le susurró al oído que, para cerrar este horizonte, peligroso existían vasos comunicantes entre el radicalismo y el duhaldismo, una realidad que la sacaba de las casillas, pese a que no tenía con quién analizarla. También conocía que para ganar debía despegarse de quien fuere el segundo, conquistar una distancia contundente que adivinaba muy difícil. Comprendió, entonces, el enojo de su hijo Máximo, un enojo que, por la tarde, en el acto de cierre del Teatro Coliseo, la llevaría a moderar más todavía su discurso cuando observó los pasillos vacíos y adivinó la calle vacía de entusiasmo. La Cámpora, que tantos miles y miles de pesos costaba todos los días, parecía ausente y entonces recordó las palabras de Bettini, quien le anticipó meses atrás que aunque ganara, si seguía por este camino, en realidad, iba a perder; que el futuro le quitaría el peso de los votos y que, incluso, éstos podían no llegar nunca con el volumen esperado y necesario.
En el viaje al Teatro Coliseo, Cristina extrañó la visión imposible de una desbordante Plaza de Mayo que hasta no hacía mucho registró la presencia de Hebe de Bonafini y Estela Carlotto que, con ella, miraban desde el famoso balcón a los grupos traídos en los costosos medios de transporte. Lo extrañó, pero obligada a repasar lo que debía decir poco después, se remitió a las frases optimistas, comunes y repetidas, ajenas a lo que ocurre en el mundo.
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