Por Diego Gonzalo Díaz
Una de las primeras obligaciones que recaen sobre un político cuando es electo para una tarea ejecutiva es la de comenzar a utilizar la palabra no. Todas las afirmaciones y promesas que se hicieron durante la campaña electoral, colisionan contra la realidad del mandato y la negociación permanente con los votantes-ciudadanos que lo pusieron en ese lugar. La famosa contraposición de intereses comienza a ser el concepto de mayor envergadura para tomar decisiones de gobierno y llevar adelante políticas que también deben tener en cuenta a quienes no urgieron sus votos a favor.
En estos días se dio un caso muy interesante en la Buenos Aires que votó a Macri, donde el conflicto de intereses colisionó contra un estado de las cosas que distaba de lo ideal. El problema se le presentó al Jefe de Gobierno cuando tuvo que coordinar el desalojo de familias que habitaban ilegalmente el edificio ubicado en las intersecciones de las calles Moreno y Bolivar. Los dueños del inmueble querían hacer uso de las instalaciones para construir allí un hotel que albergara turistas del extranjero en la histórica zona de influencia de San Telmo, uno de los circuitos turísticos más rentables del país. Ante la negativa de los usurpadores, propusieron una renta a modo de indemnización que parecía insuficiente. Es por esto que el Gobierno Porteño tomó la posta y ofreció poner la diferencia para que estas personas dejaran el lugar y tuvieran el suficiente dinero para acceder a un crédito de vivienda con tasa preferencial, y así ingresaran al circuito legal de acceso a una casa.
He aquí la disyuntiva. Reprimir y sacar a los habitantes ilegales del inmueble, cosa aplaudida y apoyada por sus seguidores; o, por otro lado, indemnizar a estos usurpadores con las arcas del estado, algo que quienes se dicen buenos ciudadanos que pagan impuestos no estarían dispuestos a admitir. Muchos fueron los concepto que la autodenominada "parte sana de la sociedad" tuvo hacia estos hombres y mujeres que vivían en el edificio recientemente desalojado, esa vieja confusión entre pobre y delincuente. La intolerancia generó otros epítetos como inmigrantes ilegales, ladrones, chorros y hasta vividores del Estado comunal.
Estas situaciones sacan lo peor del ciudadano porteño, el individualismo más extremo que viene acumulando la sociedad postmenemista y la falta de aquel hilo de solidaridad que caracterizaba a los argentinos. De cómo un grupo de personas piensa sólo en los requisitos que se les pide a ellos para un crédito o donde van a parar los impuestos que pagan puntualmente sin importarle que otros ciudadanos queden en condición de calle. La vieja red de contención social que siempre albergó a quienes eran excluidos del sistema goza hoy de mala prensa. Esta visión sobre el papel del Estado puede volverse peligrosa a largo plazo, porque los mismos que piden su expulsión del sistema, se rasgan las vestiduras pidiendo seguridad. Y la seguridad se genera con inclusión social y no con represión, que genera un círculo de odio que no termina. Con la misma vara que se mide el acceso de estos ciudadanos a los créditos preferenciales, se podría llegar a medir el acceso a la educación pública o a la salud en los hospitales municipales. Aunque parezca absurdo, todo sigue el mismo razonamiento.
La organización de una ciudad está regida por leyes y no por el signo del político del gobierno de turno. Los ciudadanos porteños deberíamos aprender a portarnos como eso, integrantes de un todo llamado Ciudad de Buenos Aires y generar un pacto más orgánico de convivencia que un simple papel. Para que no se den situaciones como las de los últimos días, para que no tengamos que mirar este conflicto de intereses desde la mirada del Yo, sino desde un Nosotros.
CRÓNICA Y ANÁLISIS
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario