domingo, 31 de octubre de 2010

NECROFILIA


Opinión
Pedro Lastra
ND

La necrofilia de los argentinos

Después de presenciar la escandalera armada ante su más reciente muerto ilustrísimo he llegado al convencimiento de que nada hay que le guste más a un argentino que un muerto. Ni ninguna empresa que cumplan con mayor eficacia que convertir a sus despojos en fetiches. Nada, ni siquiera el tango, cuyo tema es la muerte en sus distintas variantes, los unifica tanto como un finado. El país se paraliza, las masas se desbocan, la disciplina los sobrecoge y corren como hormigas en fila india a adorar el sarcófago. Dentro yace el cadáver de aquel que hasta ayer odiaran, despreciaran, aborrecieran o zahirieran. Pero que convertido en cadáver ilustre, tieso como un árbol y pálido como la propia muerte, es elevado al rango de los entes celestiales. ¡Un muerto, un muerto! Y el corazón de la Argentina da un brinco y se paraliza de emoción ante la expectativa de un mar de lágrimas.

Tres muertos ilustres han alegrado el espíritu de la necrofilia porteña en los últimos tiempos: Sandro, Mercedes Sosa y Néstor Kirchner. Tanto se han desbordado los bonaerenses hasta el Congreso Nacional o la Casa Rosada, cenotafios los más ilustres en los que todo argentino con ciertas ambiciones quisiera pasar a mejor vida, que uno se imagina la envidia que los asalta cuando después de quince o veinte horas de espera y apretujamientos homéricos llegan a vivir sus cinco segundos de gloria frente a los pies del insepulto, nada desearían más en sus atribuladas existencias que morirse cuanto antes y obtener así sea una migaja de la adoración que le dispensan a sus cadáveres exquisitos.

Maradona, uno de los más conspicuos candidatos albicelestes a muerto honoris causa y que sin duda logrará los mayores récords de conmoción pública cuando lo vistan con el solemne flux de cedro se quejaba amargamente de la “contra” que hasta la víspera del tránsito al otro mundo atacaba a quien minutos después elevaba a las más excelsas glorias. En el lenguaje aprendido de Fidel Castro, quien goza del privilegio de encontrarse tatuado en una de sus celebérrimas nalgas, “la contra” es todo aquel que se opone al Capo di Mafia que yace como en una alegoría de El Padrino rodeado de sus pistoleros y magistrados. “Yo” – ha dicho con ese rictus de desprecio tan propio de los porteños flor y flor – “a quien adoro de verdad es al Ché Guevara. Pero Néstor” – y quien se precia de tanta fama en un país que hasta el que menos puja, puja una lombriz como el Pibe, tiene pleno derecho a tutear al muertito – “tenía muchos rasgos del Ché Guevara”. No lo expresó, pero cae de cajón a qué atributos guevarianos se refería: atropellar a quien se interpusiera en su camino mandándolo al otro mundo. No así la corrupción y el enriquecimiento como botín del asalto al Poder, que el Ché penaba al robo de una lata de leche condensada con una ráfaga de FAL y murió más pobre que una rata. Néstor, en cambio, tenía como para enchaparse el sarcófago de oro 18 kilates y regalarle a su consorte, además de la presidencia de la República Argentina, que se la legó en vida, el famoso “diamante azul”, recientemente subastado en Hong Kong a razón de un millón doscientos mil euros por quilate.

Kirchner fue el muerto perfecto, como Perón. En torno a cuya mujer se desató la mayor bufonería mortuoria jamás vista en el mundo político desde el embalsamamiento de Tutankamón. La momia de Evita, secuestrada, oculta y trasegada de una fracción a otra del sindicalismo peronista y de un lugar al otro del planeta de sus mafias hasta venir a dar, prisionera del general Videla, a una tumba anónima de un cementerio italiano, fue finalmente traslada hasta la residencia del general desterrado, a quien acompañó con sus aromas a formal y sándalo desde un cuarto fúnebre especialmente acondicionado y siempre a media luz en la Quinta de Puerta de Hierro, en Madrid, en donde el caudillo que inspiró a Fidel Castro, a Chapita Trujillo y a todos los dictadores militares hasta dar con Hugo Chávez, recibía la protección de la guardia pretoriana franquista mientras preparaba su triunfal regreso a su Buenos Aires querido. Kirchner le sigue los pasos. Murió disfrutando del poder total, para legárselo a su esposa. Que se hundirá sin duda como lo hiciera en su momento Isabelita, la cabaretera. Deja a la pandilla peronista de la izquierda montonera, que llegó a tener en el puño, mordiéndose a dentelladas por su herencia política. Se convertirá en mito antes que cante un gallo, pues según la leyenda que sucedió al jefe de los descamisados, ni Perón ni Kirchner “sudaban”. Un atributo que no tuvieron Menem ni Cámpora, el dentista, a los que les corría por la frente la gota gorda. Razones todas más que suficientes para animar a los argentinos a desear alguna muerte célebre para tener como pasar el aburrimiento. ¡Qué diferencia la de los chilenos, que en lugar de enterrar, desentierran! ¡Y todo por una mina!

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