El catecismo de Mafalda
Por Pilar Rahola
Para LA NACION
Formó parte de nuestra educación sentimental. Respiraba nuestra misma perplejidad, formulaba las mismas inquietas preguntas, alentaba utopías parejas y, en su paisaje cotidiano, las mismas Susanitas y Manolos pintaban las emociones y los días. Mafalda fue la sutil compañía, la conciencia cercana, y todo lo que representó sigue con nosotros para siempre. De hecho, transgeneracional como todo grande, Quino ha conseguido que Mafalda sea amiga de nuestros hijos, hermana mayor de los Guilles que se pasean por los rincones de nuestra felicidad. El título, pues, de este artículo, es lo que parece, un sentido y agradecido homenaje. Sensible, comprometida y, a pesar de todo, deliciosamente niña, Mafalda siempre será de una sola pieza.
¿Son de una sola pieza los Mafaldos que pululan por las esquinas del pensamiento, por los despachos de algunas cancillerías, por las cátedras impolutas de múltiples universidades, por las calles de la pancarta y el grito? Toda esa progresía, heredera de las utopías de izquierdas que intentaron cambiar el mundo, ¿mantiene intactos los criterios morales que las movilizaron? Y más aún, ¿mantiene el compromiso con la libertad?
Las banderas que blanden son las de siempre, la propia de la libertad, la solidaridad, la justicia social, la lucha contra la marginación, y así hasta completar la lista del catecismo del buen pastor de izquierdas. Poco o nada tengo que decir contra esas banderas que, sin paliativos, son las mías. Pero mucho hay que decir sobre algunos de los que se han apropiado de ellas, y, desde la atalaya de su soberbia ideológica, nos castigan con su verbo airado. Ya hablé, en otra ocasión, de los D Elía y Bonafini, eficaces lacayos del pensamiento reaccionario de izquierdas. Pero más allá de los peones que se mueven por el tablero, con más ruido que inteligencia, existe una sólida corriente de izquierdas que, a pesar del efectismo de su retórica, está traicionando seriamente la ley de leyes, la Carta de Derechos Humanos.
No es nueva esa traición, y ahí están las víctimas de las dictaduras de izquierdas clamando su lugar en el sol del recuerdo, sospechosas por el hecho de haber muerto bajo balas amigas, esos bellos dictadores que leían a Lenin y mataban como Goebbels. Y que algunos aún cabalgan, cual patéticos jinetes con zapatillas, por las islas de nuestras revoluciones adolescentes.
Hoy, como ayer, existen víctimas que no conmueven, dictaduras que no movilizan, terrorismos que no indignan, esclavitudes que no arañan las paredes de la conciencia, y todo ello pasa mientras tomamos las calles para gritar contra la injusticia.
Diversas son las traiciones morales que la izquierda está perpetrando, en nombre de los mismos principios que dice defender. Con un añadido fundamental: más allá de los gobiernos que cada cual elige, los ciudadanos otorgan un plus de prestigio a los intelectuales y a los movimientos de izquierdas, hasta el punto de que un pensador de derechas sólo puede equivocarse una vez, antes de hundirse. La izquierda puede perpetrar una vida de errores, y mantiene intacto el prestigio.
¿Sirve el ejemplo de Saramago? Defendió a Stalin como libertador, estuvo a favor del Muro de Berlín, considera a Chávez y a Castro como referentes legítimos e, incluso, entró en las listas del PC portugués, el más jurásico de los partidos comunistas del mundo, si obviamos la excepción de Corea del Norte, que detenta el honor de ser el mayor dinosaurio. Sin embargo, Saramago vocifera contra los yankees, clama contra la maldad judía, disculpa al terrorismo islamista, repite los tópicos sudados de la corrección política, y las universidades del mundo babean de complacencia, lo elevan a los altares y lo consideran un ejemplo de intelectual comprometido. ¡Qué importa que haya defendido a alguno de los asesinos más importantes de la historia reciente! ¡Qué importa la quiebra moral que ello significa! Cumple felizmente con el primer mandamiento del catecismo progresista, y eso lo convierte en ícono de la izquierda reaccionaria: "Odiarás a USA sobre todas las cosas, y a Israel como si fuera lo mismo". Si tuviera que definir este progresismo de doble moral, lo haría usando su propio concepto de solidaridad: un concepto bizco, que llora por un ojo a las víctimas que le gustan, y por el otro disculpa a los asesinos que no le disgustan.
Por supuesto, estoy a favor del pensamiento crítico con el accionar norteamericano, y practico esa convicción tanto respecto de su política en la región como en el caso de Irak. Pero el pensamiento crítico es un compromiso integral, que no permite extrañas ambigüedades. El problema de los Mafaldos no es contra quién luchan, sino contra quién no luchan ni levantan banderas. Subidos al orgasmo permanente de la caza al yankee malvado y al perverso israelí, se les escapan vivos todos los dictadores del planeta. Es decir, les preocupan más los errores de los demócratas que las locuras de los tiranos.
Hablé de traición moral. Permítanme. Traición a las mujeres que viven bajo las tiranías islámicas, sin ningún derecho, abandonadas a su suerte, culpables de no ser esclavizadas por alguna democracia occidental. Su dolor no preocupa a ningún vocero de la izquierda auténtica. No está en el catecismo del buen progre luchar por las víctimas del islam. Traición a la libertad, minimizado el terrorismo nihilista, perdonados los suicidas "jihadistas" , reconvertidos en milicianos los fanáticos enloquecidos que matan a decenas de personas en los autobuses de Jerusalén o en los mercados de Bagdad. ¿Se han fijado que si matan americanos o judíos, son resistentes, pero si matan españoles o ingleses, son terroristas? Los mismos. Su mismo totalitarismo nihilista. La misma financiación. La misma tecnología vía satélite, conectada a la Edad Media. Pero distinto rasero.
Traición a la tolerancia, con ese coqueteo desacomplejado con el nuevo antisemitismo que corroe al mundo. Traición a la inteligencia, convertida la ideología en una religión, y las ideas en dogmas de fe. Y, finalmente, traición a la solidaridad, cuya bandera manchan de tanto usarla como munición demagógica. El mundo, sin duda, no vive un tiempo de luz. Pero la izquierda tendrá que preguntarse qué culpa tiene en esa oscuridad. Tanto por las palabras que dice como por los silencios que otorga. ¿No será que los Mafaldos han traicionado a Mafalda?
La autora, española, es periodista y filóloga.
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