domingo, 3 de octubre de 2010

EVITA Y LA LUCHA ARMADA


Lo que Evita pensaba de la izquierda y de la lucha armada

Un envío de Mario Eberle Patterson


Ningún peronista debiera, tolerar nunca más ver la cara de nuestra abanderada al lado de ese tal Ernesto Guevara Lynch o que se siga repitiendo que EVITA hubiera sido montonera.


Copia textual del Capítulo V de su libro “La Razón de mi vida”, pág. 27 a 30, de la Ed. de agosto de 1952.


CAPÍTULO V:



ME RESIGNÉ A SER VÍCTIMA



Un día me asomé, por la curiosidad que derivaba de mi inclinación, a la prensa que se decía del pueblo.



Buscaba una compañía… ¿No es acaso verdad que casi siempre, en los libros, en los libros y diarios que leemos, buscamos más una compañía que un camino para recorrer o una guía que nos conduzca?



Por eso tal vez leí la prensa de izquierda de nuestro país; pero no encontré en ella ni compañía, ni camino y menos quien me guiase.



Los “diarios del pueblo” condenaban, es verdad, al capital y a determinados ricos con lenguaje duro y fuerte, señalando los defectos del régimen social oprobioso que aguantaba el país.



Pero en los detalles, y aún en el fondo de la prédica que sostenían, se veía fácilmente la influencia de ideas remotas, muy alejadas de todo lo argentino; sistemas y fórmulas ajenas de hombres extraños a nuestra tierra y a nuestros sentimientos.



Se veía bien claro que lo que ellos deseaban para el pueblo argentino no vendría del mismo pueblo. Y esta comprobación me puso de inmediato en guardia…



Me repugnaba asimismo otra cosa: que la fórmula para la solución de la injusticia social fuese un sistema igual y común para todos los países y para todos los pueblos y yo no podía concebir que para destruir un mal tan grande fuese necesario atacar y aniquilar algo tan natural y tan grande también como es la Patria.



Quiero aclarar aquí que hasta no hace muchos años, en este país, muchos “dirigentes” sindicales (a sueldo) consideraban que la Patria y sus símbolos eran prejuicios del capitalismo, lo mismo que la religión.



El cambio que después hicieron es otra razón que me hizo desconfiar de la sinceridad de estos “ardientes defensores del pueblo”.



La lectura de la prensa que ellos difundían me llevó, eso sí, a la conclusión de que la injusticia social de mi Patria sólo podría ser aniquilada por una revolución; pero me resultaba imposible aceptarla como una revolución internacional venida desde afuera y creada por hombres extraños a nuestra manera de ser y de pensar.



Yo sólo podía concebir soluciones caseras, resolviendo problemas a la vista, soluciones simples y no complicadas teorías económicas; en fin, soluciones patrióticas, nacionales como el propio pueblo que debían redimir.



¿Para qué -me decía yo- aumentar, por otra parte, la desgracia de los que padecen la injusticia quitándoles, de ese mundo que estaban acostumbrados a contemplar, la visión de la Patria y de la Fe?



Me decía que era como quitar el cielo de un paisaje.



¿Por qué, en vez de atacar constantemente a la Patria y a la religión, no trataban los “dirigentes del pueblo” de poner esas fuerzas morales al servicio de la causa de la redención del pueblo?



Sospeché que aquella gente trabajaba más por el bienestar de los obreros, por debilitar a la nación en sus fuerzas morales.



¡No me gustó el remedio para la enfermedad!



Yo sabía poco pero me guiaba mi corazón y mi sentido común y volví a mis pensamientos de antes y a mis propios pensamientos, convencida de que no tenía nada que hacer en aquella clase de luchas.



Me resigné a vivir en la íntima rebeldía de mi indignación.



A mi natural indignación por la injusticia social se añadió, desde entonces, la indignación que habían levantado en mi corazón, las soluciones que proponían y la deslealtad de los presuntos “conductores del pueblo” que acababa de conocer.



¡Me resigné a ser víctima!

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