jueves, 27 de marzo de 2008

LA GUERRA GAUCHA

La guerra gaucha
por Mariano Rovatti

Después me contó un vecino
que el campo se lo pidieron
la hacienda se la vendieron,
pa pagar arrendamientos,
y qué se yo cuántos cuentos,
pero todo lo fundieron
.........................................
Yo he sido manso primero,
y seré gaucho matrero,
en mi triste circunstancia,
aunque es mi mal tan projundo,
nací y me he criado en estancia,
pero ya conozco el mundo.
..........................................
Aunque muchos creen que el gaucho
tiene un alma de reyuno (*)
no se encontrará ninguno
que no le dueblen las penas,
mas no debe aflojar uno,
mientras hay sangre en las venas.

("Martín Fierro" / José Hernández)

A poco más de cien días de haber asumido la Presidencia de la Nación, Cristina Fernández Kirchner enfrenta el momento de mayor debilidad del régimen que inauguró su marido en mayo de 2003. Una suma de torpezas precipitaron los hechos que hoy conmueven al país, sin que pueda saberse exactamente hasta dónde llegará la catarata de hechos críticos.

Los productores agropecuarios han desbordado a sus propios dirigentes y organizaciones, y en forma simultánea han cortado rutas y canales de comercialización, poniendo en peligro el abastecimiento de alimentos en todo el país. En las ciudades, contrariamente a lo que esperaba el gobierno nacional, la medida ha encontrado un eco favorable, registrándose un rosario de cacerolazos a lo largo y ancho del territorio nacional.

El mensaje presidencial del martes 25 resultó frustrante para quienes esperaban una solución al conflicto. Cristina Fernández -luego de estar guardada y en silencio casi una semana- asumió una actitud impropia de un estadista, prefiriendo el discurso tribunero y desafiante. En lugar de pararse por encima del conflicto, eligió ser parte de él, pagando tempranamente un elevado costo político. La mayoría de los que están cortando rutas la habían votado en octubre.

Ambas partes apuestan al desgaste del oponente. Los productores esperan que el gobierno afloje para no permitir el desabastecimiento de alimentos, y con él la suma desenfrenada de sus precios y del consecuente mal humor social. El gobierno entiende que una medida tan extrema no podrá ser sostenida por el campo, y tarde o temprano, este bloque se quebrará impulsado por la necesidad de vender para sobrevivir.

Mientras tanto, la mayoría de los gobernadores siguen sin ocupar el rol que les corresponde como líderes de sus provincias, manteniéndose en el rol de sumisos delegados del poder central. Lo mismo ocurre con el sindicato de peones rurales, que hace la vista gorda frente a la crisis que involucra a sus afiliados. En ambos casos, pesa más la dependencia política con el kirchnerismo, que el compromiso con sus bases.

Desde el gobierno y sus aliados, se desprecia el reclamo rural acusando a los productores de configurar una oligarquía, como si estuviéramos en la Argentina de Julio Roca y Bartolomé Mitre. Hace rato que la oligarquía dejó de habitar en la Pampa Húmeda. Hoy está en los bancos, los multimedios y la clase política.

Es ilustrativo el caso de los productores sojeros: de los 75.000 que hoy existen en el país, menos de 3.000 concentran el 54% de la producción y los 72.000 restantes tienen el resto. Estos acusan al gobierno de querer destruirlos y así promover una brutal concentración económica en favor de los grandes pooles de siembra, los peces gordos que quieren quedarse con todo el negocio comiéndose a los peces chicos.

A esta altura, nadie se opone a las retenciones en sí, sino al sistema móvil dispuesto por el gobierno recientemente, de claro carácter confiscatorio. Siguiendo el caso de la soja, si ésta superara el precio de los U$S 600 p/tn., el 95% del excedente va directo a las arcas del gobierno nacional, sin ningún tipo de beneficio para los productores ni para las provincias.

Ello aumenta aún más la brutal concentración de poder en manos del gobierno nacional, incrementando la dependencia política de las provincias. Las retenciones, además de no ser coparticipables, reduce la base imponible para el Impuesto a las Ganancias que sí lo es. Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba -a través de su producción- aportan más recursos por retenciones al gobierno nacional que lo que reciben de éste por concepto de coparticipación federal de impuestos. Este esquema es básicamente unitario, contrapuesto al teórico federalismo garantizado en la Constitución.

En las protestas -tanto en las rutas como en las ciudades- emergieron otras cuestiones que molestan del kirchnerismo: se protestó contra el estilo autoritario de su gestión, contra la política petrolera y la presunta falta de honestidad de algunos de los integrantes del gobierno.

La Argentina se halla en medio de una oportunidad histórica de dar un salto y volver a ocupar posiciones de privilegio a nivel internacional. La constante demanda de alimentos por parte de países como China e India parece no tener fin a la vista. La elaboración de biocombustibles también brinda al país otra gran ocasión de desarrollo autónomo. En términos internacionales, sólo se asoma como amenaza la recesión de los Estados Unidos, que afecte a China y Brasil, y así indirectamente a la Argentina.

Pero esas oportunidades pueden pasar de largo por falta de visión estratégica. Nuestra dirigencia -una vez más- da muestra de su pequeñez y carencia de ideas. Está claro que al interés nacional le resultaría tan lesivo quedarse con un sistema productivo agropecuario herido de muerte, como un gobierno debilitado y con la gobernabilidad en peligro.

Brasil dio una solución a estos problemas segmentando el sector agropecuario en el tratamiento impositivo. No tiene retenciones, pero tiene un tipo de cambio más bajo y menos artificial que el nuestro. Además, en el caso del café, el 20% de la producción sí o sí debe ir al mercado interno y regirse por sus leyes.

El estilo de confrontación le ha servido al kirchnerismo hasta ahora para ganar batallas luego del colapso político, económico y social de diciembre de 2001. Pero la construcción de un país requiere de liderazgo, de consensos y de trabajo sostenido, no de luchas internas tendientes a la aniquilación total del adversario.

A esta altura, para el gobierno ganar significará una derrota. El desgaste padecido ya es mayor que el hipotético beneficio de lograr que el campo se quiebre. Ese estilo confrontativo -nacido en el fragor de los años más sangrientos del siglo que pasó- puede servirle para ganar esta batalla, pero también puede significar el comienzo de su declinación.

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