Uno ya fue, tres por venir
por James Neilson
Por motivos pitagóricos pero no por eso totalmente fantasiosos, suele suponerse que lo que hace un nuevo mandatario en los primeros cien días determinará el destino de su gestión. En el caso de Cristina Fernández de Kirchner, se necesitaban muchos menos. Aunque antes de asumir había dado a entender que su forma de gobernar sería bastante distinta de la de su marido, no bien recibió los símbolos correspondientes a su cargo se hizo evidente que las diferencias serían a lo sumo estéticas. De Néstor Kirchner, Cristina heredó un “modelo” económico que dependía casi por completo de lo que sucedía en el resto del mundo, un “proyecto” político caudillista, una afición notable a las teorías conspirativas que estaban en boga en los años setenta del siglo pasado y el hermetismo que es típico de los acostumbrados a tomar todas las decisiones importantes sin consultar a nadie que no forme parte de su pequeño círculo áulico. Para decepción de los que habían tomado en serio la noción de que el “siglo de las mujeres” se asemejaría poco a los milenios dominados por varones o creían que por lo menos Cristina, la legisladora fogosa, no tardaría en liberarse de Cristina, la primera dama dócil, pronto sería evidente que virtualmente lo único que se proponía la Presidenta era permanecer fiel al rumbo fijado por su cónyuge. Desgraciadamente para ella, y para el país, en diciembre del 2006 las circunstancias reclamaban algo más que la prolongación de una gestión llamativamente conservadora que, si bien podría considerarse exitosa en términos políticos, puesto que en aquel entonces Néstor aún disfrutaba de la aprobación mayoritaria, ya mostraba señales de agotamiento. Cristina brindó la impresión de entender que sería necesario cambiar muchas cosas: en el transcurso de una campaña electoral hecha a su medida, ya que no hubo ninguna interna oficialista y no se vio constreñida a arriesgarse debatiendo con sus rivales, se las arregló para difundir la ilusión de que se concentraría en mejorar la relación de la Argentina con el resto del planeta y reparar las destartaladas instituciones nacionales, de este modo poniendo fin al período de virtual hegemonía unipersonal que siguió al desplome generalizado de cinco años antes, además, claro está, de reducir la brecha escandalosa que separaba a la mitad paupérrima de la población de los demás.
Huelga decir que las esperanzas creadas por la llegada al poder formal de Cristina duraron muy poco. En una cuestión de horas se vieron desvirtuadas y, con ellas, su imagen positiva. En seguida, el caso de la valija atiborrada de dólares que llevaba Guido Antonini le estalló en la cara: su reacción furibunda, atribuyéndolo a un vil complot yanqui, sólo sirvió para desprestigiarla. Algunos meses después emprendió una jihad aún más furiosa contra el campo. A su entender, la fuente principal de recursos financieros del país es un reducto de malignos golpistas oligárquicos, lo que aceleró su transformació n en una presidenta desdeñada, cuando no odiada, por una parte significante de la clase media no sólo urbana sino también rural. Aunque según las encuestas que se publican el nivel de aprobación que ostenta Cristina se ha recuperado un poco desde julio (cuando arañaba el 20 por ciento) está entre los más bajos del mundo democrático, lo que hoy en día es mucho decir. Y como si esto no fuera suficiente, el del vicepresidente rebelde, Julio Cobos está por las nubes, precisamente por haber tomado partido por el campo. Para la imagen de Cristina, pues, el primer año como Presidenta ha sido un desastre. Aquella maldita valija, la relación con Hugo Chávez, la manipulación de las estadísticas por el Indec, el protagonismo de Guillermo Moreno y, a veces, hombres como Luis D’Elía, las denuncias de corrupción, la inseguridad, la presencia en el país de narcotraficantes mexicanos y colombianos, las peleas internas, la reconciliació n del matrimonio con el paleoperonismo y los ya rutinarios discursos pedagógicos explican los sentimientos nada amistosos hacia ella de buena parte de la ciudadanía. También le ha perjudicado muchísimo la subordinación a su marido que, además de actuar como presidente de facto, se ha apropiado de las funciones del ministro de Economía. Eduardo Duhalde se quedó corto cuando hablaba, en un tono entre elogioso y burlón, del “doble comando”: puede que en ocasiones Néstor preste atención a lo que dice su mujer, pero a esta altura nadie ignora que en el Gobierno que en teoría ella lidera, él lleva la voz cantante. En vista del derrumbe de la popularidad de la Presidenta, lo sorprendente no es que se haya formado un “clima destituyente” –algo que, dicho sea de paso, es perfectamente normal y legítimo en una democracia–, sino que haya resultado ser tan tibio. En un país de instituciones tan precarias como las argentinas, la imagen de un político constituye el grueso de su capital político. Aunque los Kirchner siguen manejando “la caja” según criterios brutalmente prácticos, los gobernadores, intendentes y operadores que dependen de su contenido saben que éste podría disminuir de manera drástica en los meses próximos, de suerte que corre riesgo de esfumarse lo único que los mantiene leales al “proyecto” del matrimonio. Con todo, si bien muchos dan por descontado que el país entró hace tiempo en la etapa pos-kirchnerista, la mayoría preferiría que la transición se formalizara en la segunda mitad de 2011 tal y como prevén las reglas, no como resultado de una nueva ruptura caótica parecida a la de fines del 2001. Tanta cautela puede comprenderse. Por ahora, ninguna combinación opositora está en condiciones de asegurar “la gobernabilidad” –es decir, resistirse a las embestidas inevitables de grupos que sabrían aprovechar la combatividad de sindicalistas y piqueteros comprometidos con ciertas tradiciones peronistas– de suerte que un juicio político seguido por elecciones anticipadas no traería una solución. Por lo demás, aún existe la esperanza, débil y acaso vana, de que Cristina consiga “relanzar” su gestión para acercarla a lo que es de suponer preveían quienes votaron por ella en octubre del año pasado pero que después le dieron la espalda. Los presagios distan de ser buenos. Ya antes de hacerse sentir la crisis financiera mundial, la Presidenta había logrado despilfarrar en una serie de luchas contra fantasmas el capital político que, merced a su marido, tenía cuando inauguró su cuatrienio en el poder. Si le fue tan mal en un contexto internacional todavía benigno que permitía que el país continuara creciendo a “tasas chinas”, ¿cómo podrá sobrevivir en su cargo a uno negativo en que la Argentina cayera en recesión y aumentara vertiginosamente el desempleo? Aunque las causas básicas de “la malaria” que de acuerdo a casi todos los economistas y muchos empresarios se aproxima con rapidez desconcertante son internas, ya que los Kirchner apostaron todo a que la economía mundial seguiría expandiéndose a un ritmo vertiginoso hasta que la biología los obligara a retirarse del escenario y por lo tanto no hicieron nada para preparar al país para un parón universal, el que Cristina –al igual que sus homólogos en otras latitudes– pueda culpar de lo que está ocurriendo al “mundo” le ha brindado una oportunidad para impulsar cambios drásticos sin tener que someterse a una autocrítica que le sería humillante. ¿Qué podría hacer la Presidenta para que, pese a una coyuntura internacional que da miedo, los tres años que conforme a la Constitución le quedan en el poder sean menos infelices que el primero? Antes de nada, tendría que restaurar la confianza de la ciudadanía, en especial de los empresarios, en el manejo de la economía. Acaso la única forma de hacerlo consistiría en reemplazar al equipo conformado por Néstor Kirchner, Moreno, Carlos Fernández y compañía por otro de personas que cuentan con prestigio tanto en el país como en el exterior.
Una consecuencia de la merma de la popularidad de la Presidenta y también de su marido es que la base de sustentación del Gobierno se ha vuelto muy pero muy estrecha justo cuando el país se ve frente a un tsunami económico que amenaza con privarlo de los recursos que necesita para mantenerse a flote. Así las cosas, ampliarla es urgente. ¿Estaría Cristina dispuesta a ir tan lejos para minimizar la posibilidad de que su presidencia termine como la de Fernando de la Rúa? Por tratarse de una persona que, al igual que su marido, suele reaccionar ante las dificultades replegándose hacia su propio entorno porque desconfía de todos salvo, quizás, de unos pocos amigos de Santa Cruz, convertirse en una mandataria normal podría parecerle un destino intolerable, razón por la que, presionada por Néstor, amagó con renunciar para regresar a sus pagos sureños cuando Cobos la madrugó con su célebre voto no positivo. Así pues, no parece demasiado probable que intente relanzar una gestión en apuros. Tendrá que rezar para que gobernar la Argentina cuando se ha vuelto en su contra “el mundo”, que tanto la ayudó a comienzos de su gestión, resulte ser mucho más fácil de lo que era en los apenas cuatro meses en que vio evaporarse el apoyo de la mayoría que, aunque sólo fuera por cábala, hace apenas un año se afirmaba convencida de que sería una presidenta muy buena
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