sábado, 1 de octubre de 2011

CAUDILLA DE JUGUETE


Tésis
El caudillismo light

ESTILO CFK. La Presidenta lidera las encuestas montada
en el conformismo social. No despierta pasiones extremas.

por James Neilson *

Si bien el resto del mundo, que como todos sabemos es tan terco y necio como el mismísimo FMI, aún se resiste a rendirse a las plantas de Cristina a pesar de sus esfuerzos por conquistarlo –algunos días atrás nos recordó que ha intentado “mil y una vez” explicarle desde “los foros internacionales” lo que debería hacer para alcanzar la felicidad universal–, no cabe duda de que la Argentina ya es suya. De acuerdo común, el 23 de octubre la Presidenta se verá homenajeada por el electorado con más de la mitad de los votos; con un poco de suerte, romperá la marca de aproximadamente el 62 por ciento que fue establecida por Hipólito Yrigoyen en 1928 y el general Juan Domingo Perón en 1952 y 1973. Para frustración de sus rivales, todos resignados a verse sepultados por el alud que les viene encima, es por lo menos factible que, en términos de apoyo popular por lo menos, Cristina logre ponerse a la altura de los dos caudillos emblemáticos de la historia nacional. Pensándolo bien, se trata de un fenómeno muy pero muy extraño.

La supremacía insolente del oficialismo, mejor dicho, de Cristina porque los demás integrantes del Gobierno no contribuirán nada a su caudal electoral, sería fácil de entender si la heroína de lo que los aduladores orgánicos del kirchnerismo que pelean por disfrutar de su favor califican de epopeya, fuera una persona carismática capaz de enfervorizar a multitudes, pero no lo es. A diferencia del estilo apasionado de Evita, el de la Presidenta es, por decirlo de algún modo, didáctico. En este sentido se parece a Barack Obama, pero mientras que, desprovisto del adminículo electrónico que le permite leer los discursos que pronuncia sin que el público se dé cuenta, el norteamericano solo atina a balbucear banalidades, Cristina puede perorar durante horas sin necesitar ninguna ayuda memoria. Sea como fuere, no es gracias a su capacidad como oradora que se ha adelantado tanto en la carrera electoral que los aspirantes opositores ya se hayan dado por vencidos.

¿Es realmente popular, en el sentido habitual de la palabra? Puede que no. Como ella misma reconoce, muchos la encuentran antipática. Incluso los hay que comparten el sentimiento del personaje de “Los enamoramientos”, la novela más reciente del español Javier Marías que, a propósito de nada en especial, aludía a “La mujer más cargante, engreída y despreciativa” que “es adorada por las clases populares a las que aplasta y humilla desde su sillón de dirigente y que deberían odiarla”, pero sucede que Cristina no parece motivar la adoración de quienes están por darle su voto. La respetan, pero la relación emotiva del pueblo raso con “la reina” es tibia.

Por cierto, no se trata de una consecuencia del “efecto luto”. Por algunas semanas primero, y después por meses, los opositores apostaron a la teoría de que la suba llamativa de las acciones gubernamentales en los días que siguieron al muerte de Néstor Kirchner se debió a nada más que una ola de solidaridad para con su viuda, razón por la que no tardaría en bajar, pero desde entonces demasiado tiempo ha transcurrido para que tal explicación del nivel estratosférico de aprobación de la presencia en la Casa Rosada de Cristina resulte convincente.

¿Es que la gente siente entusiasmo por aquel “modelo” económico que Cristina reivindica? Puesto que nadie sabe muy bien en qué consiste, es poco probable, aunque, claro está, a la mayoría le encanta el crecimiento a tasas peruanas que el país ha experimentado a partir de mediados del 2002, mientras que los millones que se ven beneficiados por subsidios tienen motivos para sentirse agradecidos por lo que toman por una manifestación de la generosidad humanitaria de la señora Presidenta. En una sociedad de cultura política clientelista, pensar así es habitual.

Por ser la Argentina un país hiperpresidencialista, es decir, caudillista, en que muchos quieren sentirse comprometidos con un proyecto o movimiento, las etapas de auge incipiente suelen caracterizarse por la popularidad del jefe máximo, o jefa ídem, de turno. Es como si la mayoría quisiera ayudar al líder apoyándolo anímicamente, entregándose al voluntarismo colectivo, con la esperanza de que, merced a su fe, el país por fin salga adelante, de tal modo desautorizando a los agoreros que hablan de calamidades por venir. En tales circunstancias, quienes se niegan a acompañar el sentir mayoritario son tratados con el desdén que en épocas pasadas merecían los herejes.

En cuanto a los llamados militantes, siempre abundan los dispuestos a subir al carro del triunfador previsto con la esperanza de conseguir un pedazo del botín tanto electoral, en la forma de los votos que les permiten ocupar un nicho en la gran corporación política nacional, como material, ya que no solo aquí sino también en muchos otros países, pertenecer supone acceder a fuentes de ingresos envidiables. Por cierto, no es ninguna casualidad que una proporción significante de nuestros tribunos del pueblo se las hayan arreglado para acumular patrimonios multimillonarias. En la Argentina, la política puede ser una actividad óptimamente remunerada.

El caudillismo tiene su lado oscuro. Cuando una sola persona –en la actualidad, Cristina–, concentra en su manos casi todo el poder político, priva a otros no solo de la autoridad que brinda sino también del sentido de responsabilidad que les correspondería en un orden menos distorsionado. Acostumbrados a la idea de que en última instancia todo dependa de la voluntad de Cristina, los demás kirchneristas se sienten libres para dedicarse a sus propios asuntos, para conspirar contra cortesanos rivales en el caso de quienes forman parte del Gobierno y sus ramificaciones o, en el de ciertos funcionarios, para aprovechar oportunidades para lucrar. He aquí una razón por la que las sociedades gobernadas por regímenes caudillistas son por lo general más corruptos que los de países que han desarrollado instituciones más sofisticadas.

Mientras tanto, los opositores, desmoralizados al ver su papel reducido a aquel de meros comentaristas, procuran defender sus propios espacios contra los tentados a ocuparlos, de ahí la epidemia de internismo que fue desatada por los resultados de las primarias de agosto que en teoría no decidieron nada, ya que todos los candidatos ya se habían elegido a dedo, pero que en realidad cambiaron radicalmente, con el impacto de un gran terremoto, el panorama político del país. En lugar de cerrar filas, los presuntamente condenados a una derrota contundente en octubre se pusieron enseguida a ampliar las grietas ya existentes: como dijo una vez Sigmund Freud, se trata del narcisismo de las pequeñas diferencias.

Aunque solo a los más amargos le servirá de consuelo recordar que los triunfos plebiscitarios de Yrigoyen y Perón se vieron seguidos pronto por desastres fenomenales atribuibles en buena medida al deseo mayoritario de aferrarse a una ilusión, el compromiso, por tenue que fuera, de tantos con la figura de Cristina no deja de ser preocupante. Lo sería menos si la Presidenta contara con el respaldo de instituciones fuertes y un equipo de primer nivel, pero por desgracia las instituciones apenas funcionan y con escasas excepciones sus colaboradores se destacan por su mediocridad. Lo mismo que su marido fenecido, la Presidenta prefiere rodearse de individuos que nunca soñarían con hacerle sombra, de servidores que saben muy bien que dependen por completo de quien los ha elevado a su rango actual y que en cualquier momento podría devolverlos al llano.

Puesto que “el mundo se derrumba”, como Cristina misma ha señalado con fruición apenas disimulada, convendría que el Gobierno nacional estuviera conformado por estadistas un tanto más confiables que Amado Boudou, Guillermo Moreno y compañía, ya que podríamos estar en vísperas de una depresión internacional equiparable con la que hace más de ochenta años dio en tierra con la gestión de Yrigoyen. Las grandes mayorías electorales raramente sirven para mejorar el desempeño de quienes las disfrutan. Por el contrario, al permitirles minimizar la importancia de las deficiencias de su propia gestión y exagerar la de sus aciertos, suelen hacerles sentir tanta confianza en sus propias dotes que cometen más errores que antes y, peor aún, se niegan a pensar en corregirlos por suponer que nadie tiene derecho a oponérseles.

No sorprendería, pues, que luego de completar el trámite engorroso del 23 de octubre, el gobierno de Cristina continuara luchando contra la inflación con citaciones judiciales, presionando a los jueces para que se plieguen al “proyecto”, echando más leña al fuego consumista aunque solo fuera para mofarse de las advertencias de neoliberales asustados por el “sobrecalentamiento”, bombardeando a la población con propaganda retro y, es innecesario decirlo, fabricando más escándalos de corrupción como los protagonizados últimamente por Sergio Shoklender y ciertas Madres de Plaza de Mayo. Sería su manera de festejar el triunfo que ya palpa, pero a menos que el mundo opte por no derrumbarse antes de fines del 2015, la fiesta pronto terminará y Cristina y sus colaboradores tendrán que gobernar en serio en circunstancias que le serán mucho menos favorables que las actuales.

* Periodista y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”

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