viernes, 16 de julio de 2010
MATRIMONIOS Y ALGO MAS
SEGÚN LO VEO
De matrimonios y algo más
por James Neilson
Hasta el último momento, los contrarios a legalizar los matrimonios entre personas del mismo sexo o, por lo menos, a limitarse a permitirles formar una "unión civil", o sea un matrimonio de segunda, creían que los padres de la patria los ayudarían a frustrar el proyecto del lobby homosexual. Se equivocaron. Al votar por fin los senadores luego de un debate a un tiempo apasionado y banal, 33 se pronunciaron a favor de los decididos a pasar por alto las preferencias sexuales o, si se prefiere, la "identidad" de los novios y sólo 27 en contra, un margen que fue llamativamente mayor que el previsto.
Parecería que el temor de los senadores a lo que dirían de ellos la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su marido, el que por motivos no muy claros se ha erigido en el promotor más entusiasta de la causa "gay" de todos los políticos del país -cuando no de toda América Latina-, si se les ocurriera oponérseles, pudo más que la voluntad de quedar bien con la Iglesia Católica y otras sectas cristianas. Por lo demás, merced a la conducta escandalosa de muchos clérigos pedófilos tanto en otros países como en la Argentina, cuando del sexo se trata la Iglesia ya no posee la autoridad moral de antes, razón por la que es fácil denunciar como hipócritas farsantes a sus voceros.
Así y todo, si bien para casi todos los militantes "gays" acaban de anotarse un triunfo histórico sobre sus enemigos católicos y evangélicos, de quererlo, éstos podrían consolarse señalando que los homosexuales comparten la convicción de que el matrimonio sí es una institución de importancia fundamental, actitud que en una sociedad como la argentina en que son cada vez más frecuentes las uniones informales podría considerarse tan reaccionaria como la reivindicada por los obispos más combativos. Aunque en términos legales se ha ampliado la definición de lo que constituye un matrimonio civil, el que no se haya eliminado por completo la discriminación entre los dispuestos a hacer los trámites correspondientes por un lado y, por el otro, quienes no los creen necesarios puede tomarse por una manifestación de intolerancia autoritaria en un país en que, según los partidarios de la nueva ley, debería privilegiarse la libertad más absoluta.
Por lo demás, aunque puede que haya exagerado el senador puntano Roberto Basualdo al advertirnos que "van a venir los musulmanes a decirnos que se quieren casar con cinco mujeres y los vamos a tener que autorizar", no extrañaría que otras minorías comenzaran a agitar a favor de sus propias variantes matrimoniales. Después de todo, si los comprometidos con un credo religioso determinado, sobre todo uno cuyos fieles representan la cuarta parte del género humano, creen que con tal que tenga suficientes recursos económicos cualquier varón tiene derecho a casarse con "cinco mujeres" -o, ya que en la Argentina libertaria sería injusto distinguir entre los géneros, que una mujer debería poder casarse con cinco hombres-, habría que respetar sus deseos. De todos modos, en vista de que los islamistas suelen reaccionar de manera aún más violenta que la favorecida por los inquisidores y cruzados que tanto molestan a Cristina ante los esfuerzos por prohibir modalidades sociales que no merecen la aprobación de los progresistas occidentales, es de esperar que no lleguen a la conclusión de que les convendría procurar emular a los homosexuales.
Aunque escasean los países en que la mayoría de los políticos se haya propuesto eliminar todo cuanto sigue marcando algunas diferencias, por lo común las vinculadas con la adopción de menores, entre los matrimonios "gays" y los heterosexuales que en el mundo occidental han sido desde hace más de un milenio los únicos considerados legítimos, en Europa y América del Norte la tradición así supuesta parece haberse agotado. A pesar de las marchas multitudinarias organizadas por los reacios a liberarse de la tutela religiosa, los defensores del statu quo han sufrido una derrota tras otra. Que ello haya ocurrido no se debe tanto a los esfuerzos propagandísticos del lobby homosexual cuanto a la indiferencia que hoy en día siente la mayoría por un arreglo social que durante siglos sirvió para defender la familia tradicional contra los resueltos a desmantelarla.
Hasta hace apenas veinte años, incluso los escépticos coincidían en que, por ser cuestión de una institución muy valiosa, era necesario luchar contra la tendencia creciente de las familias a romperse al optar sus integrantes por anteponer sus propias priori-dades a las responsabilidades que una vez asumieron. Después de haber sido tratada durante siglos como una fortaleza contra un mundo hostil, se vio transformada en una suerte de cárcel. Para los millones de europeos que han repudiado a la familia por entender que les supondría costos que reducirían la libertad necesaria para disfrutar los placeres de la única vida que tendrán, sacrificarse para formar una carecería de sentido. Asimismo, al desacreditarse la idea de que cada uno tenga su lugar preordinado en un hipotético "plan de Dios" y que por lo tanto hay que tomar en cuenta las opiniones de los líderes religiosos, ya apenas influye en la conducta de la mayoría de quienes se afirman creyentes, mientras que para los que se han alejado definitivamente de cualquier forma de religiosidad las amonestaciones eclesiásticas son tan provocativas que resultan contraproducentes.
Con todo, hay razones nada religiosas para temer que el derrumbe de la familia tradicional que está ocurriendo en buena parte del mundo occidental tenga muchas consecuencias desafortunadas. Una consiste en que, como ha sucedido en Europa, la voluntad ya generalizada de tratarla como una institución perimida ha contribuido a reducir tanto la tasa de natalidad que, dentro de un par de generaciones, países como España e Italia se verían despoblados si no fuera por la llegada de millones de inmigrantes procedentes de África y el Medio Oriente, inmigrantes cuyos propios valores son radicalmente distintos de los de la población nativa y totalmente incompatibles con los reivindicados por los progresistas que les han abierto las puertas. Parecería que éstos, convencidos como están de que el progreso supone un grado cada vez mayor de libertad sexual y el abandono de viejos prejuicios, no han querido pensar en la posibilidad de que, gracias a los cambios que están impulsando, no tardarán en verse frente a movimientos mucho más belicosos, más intolerantes y más crueles que cualquier variante actual del cristianismo.
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