lunes, 23 de noviembre de 2009
SILENCIO SEPULCRAL
Extraño país la Argentina. En menos de una semana, desaparece una familia, aparece un video, echan al jefe de la SIGEN –no por incumplimiento de funcionario público, sino por todo lo contrario: cumplimiento de su deber–, el juez Oyarbide le quita el protagonismo a Mario Segovia en las tapas de diarios, los subterráneos funcionan, los Fraticelli de Ramallo pasan de una perpetua por asesinato agravado a ser absueltos poniendo en evidencia como funciona la Justicia, etcétera.
Y es que la lista no culmina: también en ese lapso se sanciona la ley para la extracción de muestras de ADN por medios “no ortodoxos”, la Cámara de Diputados aprueba la reforma política con algunas modificaciones que no hacen a lo sustancial, obtiene luz verde el canje de deuda, el ex jefe de la Policía Metropolitana Jorge “Fino” Palacios termina encarcelado, Ciro James le cede el paso a Osvaldo Chamorro, Néstor Kirchner reaparece en escena, se desata una guerra de SIDEs paralelas y la inseguridad no da tregua.
Ciertamente es demasiado para cualquiera. A esta altura de las circunstancias seguir a pie juntillas lo que sucede en la Argentina se ha tornado una tarea malsana. Nadie entiende nada, no hay coherencia ni parámetros que muestren o esbocen una salida a un estado de semi anarquía y anomia generalizada.
Hay una frase que ha surgido con mayor énfasis en los últimos años de vida política y que, muy posiblemente, sea la que vayamos a experimentar en lo sucesivo hasta que toda esta maraña de insensateces e ignominia termine jaqueada por una nueva fecha electoral: “hacer la plancha”. Entonces comenzará la etapa de reconstruir una sociedad saqueada.
Es dable esperar, aunque suene pesimista o no sea quizás lo que la mayoría de ciudadanos quisieran escuchar, que nada va a variar sustancialmente en el país en los próximos meses. Y al decir ‘nada’, las noticias son ciertamente malas. Porque si acaso hay alguna estabilidad en materia de economía (no traducida a la realidad de los ciudadanos comunes que sufren la inflación cotidiana), los vaivenes de la política obscena no permitirán sacar ventaja, ni experimentar un crecimiento real.
Todo es furtivo y efímero menos la decadencia. Sin embargo, pese a esa especie de espiral en que se halla la Argentina, siempre girando en torno de los mismos problemas, sin respuestas concretas, hay un dato del comportamiento social que merece la pena destacarse. El matrimonio presidencial ha logrado romper con las opciones lógicas que generan en el mundo entero las figuras de los jefes de Estado. Estos cosechan adhesiones o rechazos, nunca ha habido otra alternativa, a no ser algún desdén de quienes no se sienten afectados por la política.
Hoy por hoy, en esta geografía, ha surgido por obra y gracia del mismísimo kirchnerismo un sentimiento pocas veces experimentado en torno a las figuras de los mandatarios: se ha instalado en la sociedad una suerte de rabia o bronca, hasta por ahí no más contenida, que avanza incluso hacia sentimientos o emociones más tristes todavía. No es exagerado aducir que hay cierto odio plasmado en un pueblo que se siente denostado, burlado y hasta estafado. La triste imagen de la gente golpeando las puertas de los bancos en el año 2001, hoy se observa apenas con diferencia de escenografía. Y es que las entidades financieras fueron desplazadas por las comisarias.
Ya no se trata de criticar al gobierno por la mentira sistemática, ni por el avance sobre otros poderes o el afán de apropiarse de lo que no debe. No hay ideología cuando se trata, ni más ni menos, que de preservar la vida. Y al gobierno no se le perdona su pasividad frente a la violencia que acecha sin pausa en todos los órdenes, y se expande hacia los cuatro puntos cardinales de todas las provincias. Violencia que, por otra parte, es generada y fomentada desde Balcarce 50 cuando, frente a los hechos que son de dominio público, reina un inexplicable silencio, o cuando las contradicciones y las acciones de quienes merodean esos despachos tienden a alentar el estado de crispación en que nos movemos a diario.
En todos estos años, el tema de la seguridad no pasó de ser eso: tema. Despertó varias polémicas, a punto tal de discutirse la pena de muerte perdiendo lastimosamente el tiempo y la coherencia. Se crearon comisiones en la materia pero nada se ha hecho en concreto. Las soluciones, las propuestas brillan por su ausencia. En rigor, no se trata de discutir las penas sino de establecer una política de prevención que evite convertir a la Argentina en un cementerio como viene suciendo. Leyes hay pero no se aplican.
Siempre la cuestión se enfrentó a la polémica de los derechos humanos sin asidero, se apeló a artilugios y discursos adornados que pueden explicar tal o cual situación pero no darle solución. ¿Para qué sirven las cifras que hablan de equis cantidad de chicos en situación de pobreza, sin trabajo y sin educación si nada se hace al respecto?. Pareciera que los argentinos estamos en una especie de paidocracia, es decir bajo dominio de los menores que se imponen mientras los adultos no atinan a hacer nada. Y quizás, en realidad, no hay interés en hacer algo para producir el cambio.
Desde la violencia estudiantil que halla su origen en la falta de autoridad, hasta en las tomas de colegios, cortes de calles y centros de estudiantes rebelados se evidencia un marcado crecimiento del imperio de los “infantes”. Frente a ellos, no hay gobierno. Los derechos de todos no cuentan porque terminan avasallados por los derechos de ellos. La realidad es que esos chicos que andan armados, con prontuarios abultados, y no pueden consigo mismos por culpa de la droga y el abandono explícito, han dejado la niñez mucho antes de lo que debería ser. Les ha sido robada la infancia. No son niños, son adultos con menos años cumplidos. Sin duda, hay un responsable primero de esta calamidad, y quizás esa sea la razón por la cuál no pueden poner freno ni se encara esta realidad.
La maraña de circunstancias, que tratan de justificar por qué pasa lo que pasa, se pierde en la dialéctica, y el país sigue a merced de una delincuencia cada vez más siniestra. Lo que agrava este estado de cosas es la nafta que, a diario, echan al fuego los funcionarios. Decir que “son casos aislados” no sólo no resuelve nada sino que tiende a alterar aún más los ánimos. Sostener que las marchas o manifestaciones están viciadas de “infiltrados”, agiganta la desesperación ciudadana. Los dirigentes, mientras tanto, no se atreven ya ni a dar la cara. Tal vez sea ese un primer paso hacia un reconocimiento expreso de la culpabilidad que abrigan quienes tienen la obligación de tomar el toro por las astas. Vendrán cambios de gabinete pero con eso sólo no hacemos nada.
Esta retórica que no es nueva, ni mucho menos original, puede que no sume ni cuente siquiera. La misma nota podrá volver a ser publicada como si fuera inédita dentro de seis meses, un año o más porque a la ignorancia de la dirigencia, se le une el desinterés absoluto del matrimonio presidencial por lo que pasa en la sociedad. Cuando la crisis es moral todo se dificulta más.
Si, encima, los reclamos son espasmódicos y no tienen continuidad, observaremos que también en materia de seguridad, se seguirá “haciendo la plancha” aún cuando el silencio comience a ser sepulcral. No sólo por los muertos que arroja a diario la inseguridad, sino también por los moribundos que va arrojando la política nacional aunque todavía se los vea respirar.
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