viernes, 9 de julio de 2010

EL CUENTO DE LA BUENA PIPA


Como aquel monótono, obsesivo y exasperante cuento infantil de “La buena pipa…”, que nunca terminaba reiterándose indefinidamente, igual las mal llamadas retenciones vuelven periódicamente a centrarse en el eje de las discusiones.

Por Susana Merlo



Y, aunque mucho se habla de estos famosos impuestos a la exportación, que en los últimos períodos llegan a superar los U$S 7.000 millones anuales de aportes extra para el fisco, no son tantos los que entienden qué son, de dónde salieron y cuál es su razón de ser.
Ahora, con el nuevo embate legislativo sobre las facultades delegadas al Poder Ejecutivo, que deberían prorrogarse a mediados de agosto (y que es lo que, entre otras cosas, permite que el Presidente o el Ministro de Economía dictaminen directa y arbitrariamente sobre este gravamen), o con los múltiples proyectos de ley para modificarlas y/o derogarlas, las controvertidas “retenciones”, básicamente las que se le imponen al campo, prometen convertirse en el epicentro de fuertes debates.
Considerados como los impuestos más retrógrados y nocivos de la economía, fueron abandonados hace años por los países más avanzados, incluyendo a algunos vecinos, como Uruguay, que hasta las prohibieron por ley.
El hecho de su discrecionalidad, al aplicarse a algunos sí y a otros no, y de su facilidad de percepción, las convirtió durante largos períodos de las últimas décadas en uno de los instrumentos más atractivo para cualquier gobierno mal administrador, o falto de recursos.
Y, la primera pregunta que surge es, ¿Por qué un sector debe tener una carga fiscal superior a la del resto?.
¿En una emergencia?, ¿Y después?
Pero el daño no se circunscribe al mero hecho de que, mientras algunos rubros cuentan con incentivos para exportar, vía reintegros, lo cual les permite un tipo de cambio mucho más alto, los productos del campo, y más especialmente los granos, merced a estas exacciones fiscales, tienen un nivel muchísimo más bajo y, aún así, deben competir en el exterior ya que la balanza comercial argentina depende más de que se exporte soja, aceite, carne, etc.; y no tantos autos, televisores o computadoras, que son mucho menos competitivos. Esto, de por sí, ya es inexplicable, además de injusto.
Pero el daño se amplía pues, cuando hay retenciones, la totalidad de la producción vale menos internamente, y no sólo la porción que se exporta. Así, lo que se destina al mercado interno que no debería pagar retenciones, recibe el mismo menor valor que si se vendiera al exterior, con el consecuente –y callado- beneficio de quienes trabajan para el mercado interno. Dicho de otra forma, la producción agropecuaria recibe el precio “con retenciones”, aunque no exporte.
Algunos sostienen que así se “abaratan” los productos de consumo local y se controla la inflación…Pues, la reciente experiencia del trigo, o del pollo respecto a la carne vacuna, indica todo lo contrario: los productores perciben menos por su producto, pero el precio del mercado interno lejos de bajar, sube…
Este hecho, además, genera conflictos internacionales ya que los productores de pollos, harina, etc., del extranjero cuestionan que sus pares argentinos trabajan con materia prima “subsidiada”, de hecho, mucho más barata que la que paga el resto en el mercado internacional.
Como si fuera poco, la experiencia de largas década de intervencionismo en los mercados y tipos de cambio diferenciales en desmedro del campo, que sólo fue interrumpido durante la Era Menem, entre marzo de 1991 hasta febrero de 2002 cuando Eduardo Duhalde reinstauró las retenciones, muestran el peor daño de todos, que es la caída de la producción.
Es decir, lo que se paga en impuestos extra, caso soja el 35% directo del precio internacional, se deja de invertir en producción. Y se podrá decir que la soja es récord, y otros sostendrán que: “porque no queda más remedio”, pero el trigo cayó a sus niveles más bajos en más de un siglo, el girasol retrocedió a la superficie de 1970, se perdieron 10 millones de cabezas de hacienda, y más de 7.000 tambos, sólo en el último quinquenio.
Simultáneamente, Uruguay es una explosión productiva agropecuaria por los argentinos que se llevan para allá recursos y conocimientos, y producen donde no tienen al Estado como socio parásito.
¿Cuánto más lograría la Argentina si esos capitales no se fueran?, ¿cuál sería la multiplicación económica de una cosecha de 120-130 millones de toneladas, en lugar de los 90 actuales? ¿Cuánto podrían valer los productos para el consumo interno si hubiera exceso de oferta, en lugar de déficit como ya ocurre con el trigo o con la carne vacuna?.
¿No es mejor producir más, que producir menos?
¿Acaso no está super comprobado que los precios no se controlan cuando hay escasez?
¿Quién pierde más, el consumidor que no puede elegir y debe pagar más caro o dejar de comer, o el productor que, finalmente, si se cansa de perder se dedica a otro rubro o vende el campo?
¿Cuál es el criterio país que se busca?.
Y finalmente, para quienes sostienen que el Gobierno “no puede prescindir de esos recursos”, se contraponen otros que afirman enfáticamente que “si el gobierno fuera eficiente en la aplicación de los fondos, gastara menos, y no aplicara recursos escasos para beneficiar a empresas amigas, no tendría ninguna necesidad de aplicar estos impuestos extra”. De hecho, entre 1991 y 2001, se pudo organizar la economía sin retenciones, y lo mismo hace Estados Unidos, Brasil, Europa o Canadá…
Por eso, la discusión entre los fundamentalistas y los pragmáticos alrededor de estos gravámenes que, para colmo, no se coparticipan (salvo una mínima porción que hasta la recibe la Ciudad de Buenos Aires), amenaza con convertirse en el best seller de la temporada reeditando, tal vez, los picos de raiting de 2008 con la 125…

Campo 2.0

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