viernes, 15 de mayo de 2009
A LOS ORÍGENES
Río Negro - 15-May-09 - Opinión
Columnistas
De regreso a los orígenes
por James Neilson
Cuando la democracia griega y, a su modo, la romana hacían sus pinitos, los partidos políticos no existían. Las alianzas eran precarias y cambiadizas y, a pesar de las lucubraciones alambicadas de los filósofos, las doctrinas eran relativamente sencillas. Algunos caciques se proclamaban solidarios con los pobres y otros eran conservadores de pretensiones aristocráticas, pero la conformación de las distintas facciones que disputaban el poder dependía en gran medida de vínculos personales de amistad o parentesco y de las circunstancias. Era normal que un hombre ambicioso se comprometiera primero con el caudillo más exitoso de turno para después militar en las huestes de un rival prometedor resuelto a reemplazarlo. El clientelismo más impúdico era rutinario.
Huelga decir que el orden resultante fue sumamente inestable. Sin grandes partidos, organizados de tal modo que sus jerarquías son equiparables con las típicas de ejércitos o burocracias, y que por lo demás estén aglutinados en torno a doctrinas compartidas que se tomen en serio, la democracia no tardará en degenerar en una lucha de todos contra todos. Es lo que ha sucedido aquí. Si bien por fortuna parecería que se ha dejado atrás la etapa en que con cierta frecuencia un jefe militar se sentía obligado a intervenir para "salvar" al país de los destrozos atribuidos a los gobernantes elegidos, no se han construido aún las instituciones partidarias que son imprescindibles para una democracia representativa.
Lo mismo que en el mundo antiguo, las facciones políticas duran poco porque dependen casi por completo del "carisma" del jefe. También es habitual que un político ambicioso se comprometa sucesivamente con dirigentes de actitudes supuestamente muy distintas -como el "neoliberal" Carlos Menem, el "corporativista" Eduardo Duhalde y el "progresista" Néstor Kirchner-, por motivos que podrían calificarse de pragmáticos.
Al igual que muchos otros caudillos latinoamericanos, el ex presidente Kirchner se asemeja más a un líder político de los años finales de la república romana que a sus contemporáneos de Europa occidental o América del Norte, donde los mandatarios y sus allegados se ven constreñidos a respetar ciertas reglas constitucionales. Será por eso que entiende que el tema fundamental de la campaña electoral que está en marcha consiste en algo tan fundamental como la "gobernabilidad", un asunto que por motivos evidentes obsesionaba a la gente de hace dos milenios. Kirchner se supone el único que está en condiciones de garantizar un mínimo de orden porque a su juicio todos los demás, trátese de peronistas disidentes como Felipe Solá y Carlos Reutemann, radicales como Julio Cobos, u otros como Mauricio Macri o Elisa Carrió y sus seguidores son demasiado débiles, pero desgraciadamente para él la mayoría ya se ha cansado de su protagonismo. Mal que le pese, el país está acostumbrándose a la idea de que la transición ya haya comenzado.
Kirchner y su esposa leal machacan sobre "la gobernabilidad" porque quieren aprovechar en beneficio propio el temor difundido a que una vez más el desorden se apodere del país. Puede que dicho temor no sea suficiente como para permitirles cantar victoria después de las elecciones legislativas de junio, pero es posible que les ahorre una derrota humillante. Al fin y al cabo, el espectro de la "ingobernabilidad", la que suele manifestarse a través de paros salvajes, disturbios callejeros, saqueos organizados y trastornos económicos, es lo que más preocupa a una ciudadanía que hace tiempo aprendió a desconfiar de las promesas formuladas por los buscadores de votos. Conscientes de esta realidad, muchos candidatos, en especial los apadrinados por los Kirchner, se limitarán a agregar a su apellido una consigna primaria, "conducción", afirmando así que se creen capos que saben hacerse obedecer y en consecuencia asegurar la "gobernabilidad".
Otros, persuadidos de que una vez más lo que anhela el electorado es ver castigados a los corruptos, procurarán llamar la atención a sus supuestas cualidades personales en un esfuerzo por destacarse del resto, sobre todo de los relacionados con el gobierno kirchnerista, pero los esfuerzos en tal sentido raramente resultan convincentes. Si bien la mayoría entiende que no todos son iguales, que algunos políticos sí son personas honestas y otros son ladrones, a esta altura propende a creer que en última instancia tales diferencias carecen de importancia porque al final los menos escrupulosos terminarán imponiendo su ley. Por lo demás, no es nada sencillo saber si es auténtica la presunta honestidad de un candidato o si es sólo producto del marketing mediático.
Así, pues, aunque el país se encuentra en una situación económica difícil y las perspectivas inmediatas distan de ser alentadoras, pocos que figuran en las listas que los líderes de las diversas facciones han digitado perderán el tiempo hablando de la necesidad urgente de tomar medidas a fin de frenar la inflación, reducir el gasto público, aumentar las exportaciones, estimular la producción y la creación de empleo u otras cosas presuntamente deseables por entender que no serviría para diferenciarlos de sus rivales. Cuando los kirchneristas aluden al "modelo", lo que tienen en mente no es una estrategia determinada sino su propia voluntad de seguir gobernando, mientras que quienes llevan los colores de los diversos equipos opositores se concentrarán en desacreditar a la pareja presidencial aprovechando la brecha enorme que separa el país que efectivamente existe del evocado por la retórica oficial.
No habrá debates comparables a los que precedieron a la elección presidencial norteamericana en que Barack Obama y John McCain tuvieron que intentar brindar la impresión de entender lo que tendrían que hacer en el caso de triunfar. Aunque la presidenta Cristina de Kirchner posee las dotes que le permitirían salir airosa de un enfrentamiento verbal con casi todos los aspirantes opositores, no quiere arriesgarse. En cuanto a su marido, no puede sino entender que su estilo prepotente y agrio le resultaría muy perjudicial. Por lo demás, saben que el desenlace del torneo electoral no se verá determinado por las ideas de los jefes de las distintas listas sino por su presunta capacidad de gobernar con la autoridad necesaria una sociedad inquieta que a menudo parece estar al borde de un estallido, de suerte que vale mucho más un buen spot televisivo que un análisis competente de la realidad actual y las opciones, que son limitadas, con las que cuenta el país.
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