miércoles, 2 de diciembre de 2009

LA FALACIA DEL POBRECITO




-La falacia del pobrecito
Por Omar López Mato
www.notiar.com.ar


Borges decía que el “Martín Fierro” era un libro bien escrito pero mal leído, muy divulgado pero erróneamente comprendido.
El clímax del poema, cuando el sargento Cruz defiende a Fierro, que en estado de ebriedad provocó a la morena con su célebre: “vaca… yendo gente al baile”, y después mató a su pareja de una puñalada, es la base misma de nuestro exagerado garantísmo.



Desde que el sargento Cruz no consciente “que se cometa el delito, de matar a un valiente”, nos hemos dejado cautivar por este gaucho vago y mal entretenido, víctima de la leva forzada que terminó arruinando su vida.

“Y su ranchito tenía
Y sus hijos y mujer
Era una delicia de ver
Cómo pasaba sus días”.

Es decir, fue víctima de los poderosos, en este caso el gobierno que a través de esta conscripción forzada mantenía la defensa de la frontera.
De allí nace nuestra cultura del oprimido, la adoración al débil y el desprotegido que en el caso de Fierro era además de pendenciero, prejuicioso, porque entre otras cosas, odiaba al indio.

“El indio pasa la vida
Robando o echo de panza
No tiene cariño a naides
No sabe lo que es amar.”

Al gringo…

“No hace más que dar trabajo
Pues no saben ni ensillar”

A las autoridades…

“hacete amigo del juez…”

Al comerciante:

“Al pulpero habilidoso
Nada le solía faltar
Aijuna y para tragar
Tenía un buche de ñandú”.

Y a todo lo que interfiriese con su forma de vida, bucólica, pastoril, y poco adicta al progreso.

“Que diablo, solo son buenos
Para vivir entre maricas”

Ignacio García Hamilton así describió el mito del gaucho pobre que se hace violento, convirtiéndose en víctima de la sociedad. Desde jóvenes nos hemos enamorado de este personaje perseguido, que erróneamente convertimos en héroe. Hernández pintó una injusticia social, pero él y su hermano Rafael, eran hombres de progreso, amigos y sostenedores de Dardo Rocha, que no querían un país de gauchos redomados sino una pampa surcada por la civilización.

Desde entonces los argentinos hemos reemplazado a la épica heroica por la cultura del victimario. Borges creía que hubiésemos sido otra nación si nuestro libro de cabecera en lugar del “Martín Fierro” hubiese sido el “Facundo”.

Arrastramos la culpa de ser un país rico, que con la excusa de pelear por las reivindicaciones de los más necesitados (escasos 10 % hace 30 años) hemos arbitrado políticas, cambios económicos y hasta guerras civiles que nos han conducido a multiplicar varias veces la incidencia de pobres en nuestra sociedad. Todos estamos, consciente o inconscientemente, influenciados por la cultura del pobrecito. Como decía Jorge Estrella, la Argentina terminó “de convertir el fracaso en mérito, la mediocridad en un derecho y la violencia en un recurso contra la supuesta injusticia del sistema”.

El piquetero corta las calles sin ser molestado, el “trapito” exige su impuesto al estacionamiento y D’Elia toma comisarías por revanchismo y resentimiento.

“Yo he sido manso primero
Y seré gaucho matrero”.

Por ser víctimas, renuncian a toda responsabilidad: la culpa es de los otros, más cuando la religión glorifica la pobreza, “bienaventurados sean los humildes, porque de ellos será el Reino de los Cielos”, frase que los curas tercermundistas, aquellos que educaron y fomentaron el inconformismo setentista, repitieron hasta el cansancio. Crearon la culpa que obnubiló a generaciones de argentinos, empujados a un distribucionismo injusto y a un garantísmo peligroso.

Este proceso se exacerbó cuando los políticos modelaron una ideología basada en “los humildes” como fuente de votos. Para continuar ganando elecciones necesitan la perpetuación de los “humildes”, cuando no su multiplicación. La política del pobrecito les fue tan redituable, que se hizo indispensable eternizarlos. La dádiva se convirtió en la regla y la obligación del gobierno, más cuando se desviaron fondos que hubiesen sido útiles para crear fuentes genuinas de trabajo, la única forma de generar dignidad.

La desocupación alimentó el círculo vicioso del clientelismo, el subsidio y la prebenda, sin exigir otra responsabilidad o deber más que el periódico pasaje por las urnas para reafirmar la política del “pobrecito”.

“La limosna humilla a quien la recibe y corrompe a quien la da”, afirmaba García Hamilton, porque para mantener el ritmo de despilfarro extorsivo de las clases menos pudientes, se requiere una recaudación confiscatoria. De esta forma una mitad del país que trabaja mantiene a la otra mitad que se ampara es “su humildad” para recibir su cuota, cada vez más cercenada por la codicia de los encargados de repartirla (léase los funcionarios de turno). Estos, que sufrimos en carne propia, no parecen tener la intención de crear fuentes de trabajos genuinos ni generar riquezas, solo burocracia, clientelismo y continuísmo político.

El valor decreciente de las sumas entregadas genera quejas entre los beneficiados por la dádiva, reclamos que son canalizados por grupos cada vez más violentos y que a su vez le otorgan un aval ideológico a sus planteos: el pobrecito tiene el derecho a reclamar de toda forma posible –con palos, capuchas, cortes, etc., etc.- y es condición del Estado satisfacer sus exigencias.

El Estado, en su incapacidad crónica para resolver cualquier problema, no los rescata de la pobreza, solo estabiliza el status quo. Ante la violencia, las autoridades culposas, entienden que la criminalidad en última instancia ha sido generada por su propia incapacidad para sacarlos de la pobreza y de allí que justifica lo injustificable: si se drogó… ¡y… pobrecito! Si roba… ¡y… pobrecito!; si te pega un tiro en la cabeza… ¡y… pobrecito!

En última instancia creen que ha sido la misma torpeza del gobierno la que no supo educar ni contener a “los pobrecitos” que delinquen. El garantísmo culpógeno asiste a nuestras autoridades progresistas a acallar su conciencia.

La única salida a este circulo vicioso de pobrecitos, clientelismo y dádivas es crear fuentes de trabajo legítimas que den ocupación, dignidad, independencia y responsabilidad a los hombres que integran esta nación. Y para crear empleos hay que invertir en actividades productivas y eso cada vez que lo ha hecho el Estado, lo hizo mal…

Se que muchos progres al leer este artículo dirán: “¡Que facho!”, y yo pregunto ¿Qué es ser facho? Cuando algo no les gusta a los Progres lo descalifican con este comentario. ¿Acaso ser facho es pedir que no haya pobres? ¿Qué no haya clientelismo? ¿Qué se eduque a los de menores posibilidades económicas? ¿Qué se castigue a los que cometen crímenes? ¿Qué se respeta la dignidad de las personas? ¿Qué no convirtamos a los menos pudientes en títeres del gobierno? Cada vez que pedimos que se cumplan las leyes, somos fachos.

Tampoco voy contra la caridad, pero esta solo resuelve situaciones puntuales, anecdóticas. En un país justo no debemos apiadarnos de las personas que tienen dos brazos, dos piernas, dos ojos, y un cerebro más o menos en orden, a ellos debemos darles trabajo y no los mendrugos que caen del banquete de los poderosos. El trabajo es dignidad, es responsabilidad y es salud.

Quizás estas apreciaciones les suenen rígidas, casi desalmadas, porque fuimos educados en el espíritu conmiserativo y asistencialista del “pobrecito”. Basta ya de acallar nuestra conciencia con dádivas, demos educación y trabajo, y no una piedad hipócrita que solo prolonga la agonía de la dignidad de una nación.

omarlopezmato@gmail.com

Gentileza de www.olmoediciones.com en exclusiva para NOTIAR

No hay comentarios: