sábado, 17 de diciembre de 2011
KONFLICTOS
Setentismo remozado: Ella no es Isabel y él no es Rucci
Ni Cristina Fernández ni Hugo Moyano son ideológos. En su disputa hay otras cuestiones: egos, envidias y dinero. Todos es más berreta de lo que parece, pero no por eso menos grave, explica el autor:
por ROBERTO GARCÍA
Infatigables, siempe aparecieron buscadores de oro en el peronismo. No recogieron demasiadas pepitas, sí abundaron en aventuras y conflictos. Por señalar un punto, a mediados de los años 50 se importó la palabra “entrismo”, que expresaba el propósito de transformar al movimiento desde “adentro” en lugar de combatir sus formas conservadoras desde afuera.
Esa idea de convertir en revolucionaria la conciencia de los trabajadores comenzó con Nahuel Moreno, un poco recordado dirigente del troskysmo (el mismo que inició el PRT, del que luego se desprendió el ERP de Mario Roberto Santucho). No prosperó la tesis de Moreno. En cambio, ya en los 70, otro troskysta delicioso como Jorge Abelardo Ramos, más volcado a las expesiones nacionales, se alineó con una argucia electoral al Frente Justicialista y cosechó una cantidad de votos y representación inimaginables para su minúsula fracción (el FIP).
Avatares de la fortuna, con Carlos Menem el historiador Ramos se hizo embajador y su memoria hoy preside el espíritu revisionista del oficialismo.
Hubo más de un militar que pensó en el “entrismo” vistiendose de Perón, por ejemplo el efímero “tu” Guevara, o expresiones sindicales como la de Augusto Vandor.
No sólo la izquierda, por lo tanto, deseaba aprovecharse de la multitudinaria herencia yacente. Aunque este núcleo fue el más persistente, sea con expresiones leves del progresismo –burguesas tipo la Renovación Peronista o partículas del Frepaso– a intentos más solidos y traumáticos como las formaciones especiales (no menos burguesas aunque vioentas), simplificadas por la denominación de Montoneros.
Todos, de un modo u otro, se confabularon en lo mismo: apropiarse de Perón, utilizar su nombre para conseguir el gobierno. Aunque lo detestaran o se taparan la nariz cuando debían invocarlo. Si hasta Raúl Alfonsín intentó cabalgar airoso con esa pretensión.
En esa fraccion histórica de intereses –entrar, capturar, fracturar– se inscribe la pugna hoy desatada entre Cristina Fernández de Kirchner y Hugo Moyano, disfrazada de pensamientos múltiples, presuntas ideologías y una sola obsesión: el poder.
Para Ella, El es más grande que Perón. Lo fue siempre, por otra parte, en su imaginación: comprensible amor por el marido difunto. Para el gremialista, en cambio, nada hay más que Perón (salvo que ciertas prebendas lo acerquen a una etapa superadora). También es comprensible su sentimiento. A pesar de la diferencia, convivían sin cariño pero animosos: el nene de Hugo festejaba cumpleaños con la nena de Ella en un sindicato de Parque Lezama, guitarra, endogamia de camporitas que sueñan con Montoneros y gremialistas que parecen no saber quiénes mataron a José Ignacio Rucci. Si en el frenesí juvenil hasta pueden cambiar la letra de la marcha peronista y sólo les resta contratar a Justin Bieber para que reemplace la mítica voz de Hugo del Carril.
También, claro, hubo negocios. O acaso el Hugo camionero no contribuyó, por así decirlo, con la primera campaña de Néstor y luego éste, inesperadamente al parecer, no cumplió con ciertos compromisos. Designó en Trasporte a quien no estaba en la lista y, lo peor, empezó a distribuir subsidios a compañías del rubro que Moyano desconocía. Escaramuzas, gritos y amenazas.
Se zanjó la disputa cuando el rudo Néstor aceptó que el rudo Hugo colocara al segundo de su gremio como segundo en una secretaría de Estado. También se reorientaron los subsidios, por supuesto. Así transcurrieron alegres y en familia mientras el resto de los argentinos miraba.
Desde la muerte de El, Ella enfrió la relación. Se apartó. Casi condenó al jefe de la CGT como su principal enemigo, más que Hermes Binner, los radicales, Héctor Magnetto o las corporaciones.
Con un margen superior al 50% de los votos, se atreve a desmontar un aparato, arrincona y elije al ideseable: parece sobrarle paño. Otro diría que la decisión quizás llega tarde. Demorado el despido, Moyano ha reunido voluntades aun entre los sindicalistas que lo odian y hasta pareció aliviarse de imputaciones horribles, crímenes, complicidades o adulteraciones de medicamentos.
Al castigo de la palabra (“no me extorsionen”), Ella le agregó una medida: la CGT reclama $ 11 mil millones que pertenecen a las obras sociales de los gremios –salario diferido, según Moyano–, que hace días el Gobierno se embuchó pasándolo a rentas generales, gracias a una vieja disposición de Domingo Cavallo. Se advertirá la gravedad del caso: las partes están discutiendo principios.
Moyano respondió como nadie ante Cristina. De palabra, claro. Hasta se auxilió con Luis Barrionuevo (conversaron luego de tanto tiempo en crisis) para sacudirla a dúo. Quien penaba por haber nominado al camionero para la CGT hace ocho años, ahora se enorgullecía por esa designación. “Es mi hombre”, dijo sin ruborizarse el gastronómico, al tiempo que descargaba una ofensa inquietante contra Cristina: la tildó de “petrolera rica”, avivando con su esposa una vieja querella de familias.
Aparece entonces la ira, se hunde el amor. Quizás haya tregua por una gracia de Ella sobre el tema ganancias, pero el mal clima continuará. Hay, inclusive, reflejos del pasado, como en La Plata el otro día, cuando confrontaron grupos por la estupidez de un mejor lugar en la pasarela, por figurar unos más que otros. Como en los 70, como en Ezeiza. El entrismo de adentro siempre ha sido más belicoso que el externo.
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