domingo, 20 de diciembre de 2009
PRÉDICA INTOLERANTE
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La prédica intolerante
Acusar inmediatamente de "golpista" o de "desestabilizador" a todo aquel que manifiesta una opinión contraria o distinta al dogmático discurso oficial es una lamentable e inveterada costumbre de nuestro gobierno nacional.
Es una suerte de dogma que se instala livianamente en la sociedad, pese a que no forma parte de un sistema de pensamiento, ni una filosofía política, ni siquiera un modesto postulado ideológico. El dogma en cuestión, como tantas otras cosas, se articula a partir de las órdenes cambiantes que emite Néstor Kirchner, nutridas frecuentemente mucho más por el rencor que por la razón.
Cualquiera que no comulgue con una posición del ex presidente puede, de pronto, ser caprichosamente tildado de "golpista", "conspirador", "destituyente" o "desestabilizador".
Así se recurre a la fantasía y a las especulaciones. Por eso se habla de "sectores" o de "clases sociales" (el campo, la oligarquía, los ricos, los empresarios, los que más tienen) sin individualizar demasiado las razones por las que se califica a alguien de presunto golpista.
En realidad, ese juego es cada vez más evidente. Pero lo cierto es que mientras las fuerzas opositoras se empeñan en proclamar a cada paso su absoluto respeto por la ley y la gobernabilidad, recurriendo a ese criterio hasta para la distribución de las presidencias de las comisiones de la Cámara de Diputados, desde la cúspide del poder central se avanza con acciones realmente "desestabilizadoras".
La constante recurrencia a los decretos de necesidad y urgencia por parte de la Presidenta, la decisión de no convocar al Congreso para sesiones extraordinarias, la insólita prescindencia de la firma del vicepresidente de la Nación en actos administrativos que así lo requieren, la falsificación de cifras e información, y la sospechosa y apresurada integración de la comisión de control creada por la reciente ley de servicios de comunicación audiovisual, son todas decisiones unilaterales que, lejos de buscar la concordia y el consenso de los argentinos en el marco del respeto por la ley, ayudan a demoler desde adentro las instituciones, generando un clima de conflicto y crispación nada conveniente para el desarrollo institucional del país.
Pero como si lo mencionado no fuera suficiente, el propio jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, generalmente enredado en sus propios laberintos verbales, ha desconocido ahora una decisión del Poder Judicial. Poco antes había considerado que Mauricio Macri "debía renunciar" como jefe de gobierno de la ciudad pues "no tenía otra salida".
La renuncia de Macri la sugirió hace pocos días a raíz del caso de las escuchas telefónicas, que comparó con el famoso caso Watergate. Ahora bien, ¿actuó de tal modo Fernández como un golpista? ¿Intentó "desestabilizar" al jefe del gobierno de la ciudad?
Luego, Fernández ordenó audaz e ilegalmente a un comisario de la Policía Federal que desobedeciera un mandato judicial. Se trata de un hecho gravísimo que resiente el orden y lastima la gobernabilidad. Peor aún, al tratar de explicar su actitud, Fernández dijo que lo había hecho porque "consideraba inconstitucional la sentencia judicial". Con lo cual, el lenguaraz funcionario se arroga una competencia insólita: la de revisar las decisiones judiciales, como si él mismo fuera un tribunal de alzada.
¿Se puede pensar en una mayor distorsión del sistema republicano cuando un funcionario dependiente del Poder Ejecutivo avanza sobre los fallos del Poder Judicial? ¿Debemos enterarnos los argentinos de que la policía ha dejado de ser un auxiliar de la Justicia para pasar a constituirse en el brazo armado de Fernández?
En todo caso, ¿cuál es hoy la línea de dependencia orgánica de la Policía Federal? ¿Depende del Ministerio de Justicia y Seguridad o del jefe de Gabinete? Esto ayuda ciertamente a entender mejor por qué la jurisdicción nacional nunca transfirió la parte metropolitana de la Policía Federal al gobierno de la ciudad.
Es muy posible que una vez reunidas el año próximo las cámaras legislativas, el jefe de Gabinete, que tiene responsabilidad política ante el Congreso de la Nación, deba responder por su conducta enfrentando una moción de censura que podría terminar en su destitución. Y habría buenas razones para ello.
Pero más allá de esa circunstancia, que quedará en manos de los legisladores, está ya meridianamente claro que las presuntas maniobras desestabilizadoras que tanto preocupan a los funcionarios más altos del gobierno nacional hoy tienen nombre y apellido. Porque nada conspira más contra la gobernabilidad que el hecho de que los poderes de la República sean avasallados. Y en tal caso, que las más altas jerarquías del Poder Ejecutivo no sólo manipulen al Congreso de la Nación, sino que, además de las presiones que ejercen a través del Consejo de la Magistratura, que responde a sus designios, terminen asumiendo el extraño papel de instancias decisorias del Poder Judicial, que ciertamente no están previstas en nuestro ordenamiento constitucional.
Editorial La Nación
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