domingo, 20 de diciembre de 2009

UNA BARBIE MOROCHA.....


UNA BARBIE MOROCHA PARA AILÉN

Por Julio Doello

Ensillar al Federal, atarlo al carro, cruzar el puente y meterse en la ciudad brumosa que se despereza. Salir a buscar vida. “Hacer la diferencia”, piensa Goyo. Pero es diciembre, una música acaricia y las flores caen sobre el asfalto. Hasta el caracoleo del Federal es parte de una sinfonía fantasma.

Por eso Goyo respira hondo, paladea el resabio del último mate en su boca y siente algo de dicha. Diciembre es benéfico. La gente compra y las bolsas de basura se llenan de cartones y de empaques de boutique. Hace cálculos y barrunta que con suerte aguantará el largo enero, si sabe rastrear los tesoros ocultos en las bolsas de consorcio. “Dios aprieta pero no ahorca”, piensa. Le dio una mujer paciente que montó con nada un negocio de pastelitos que vende por el barrio y una hija, Ailén, a la que le gusta la escuela. Hay que ver los cuadernos llenos de felicitados y las mariposas de cartulina que dicen: “Te amo, papá”. El corazón da volteretas en el pecho cuando uno lee eso. No será dinero pero es fortuna.

Y el Federal para frente al semáforo porque aprendió los guiños. Es un bicho curtido, así que ni se inmuta por las bocinas que lo apuran desde atrás.

A Goyo solo lo ensombrece la cartita que encontró su mujer en el bolsillo del guardapolvo de Ailén: “Papá Noel: Quiero una muñeca morocha, una Barbie, pero morocha, Bien morocha como yo, eh…”

“Pucha”, piensa, esto es culpa de la maestra joven que le da clases en la escuelita y la invita a tomar la leche a la tarde. La Seño Lucía siempre deja que los chicos revuelvan su arcón de juguetes viejos y allí Ailén debe de haber descubierto la muñeca que reclama.

-La seño Lucía siempre dice que la Barbie morocha es igualita a mí- comentó Ailén durante una cena. En sus ojos de ocho años brillaba la esperanza.

Y Goyo se atraganta con la última cucharada del guiso mágico que cocinó su mujer. Mágico porque tiene de todo y salió de la nada. “Campeona”, piensa, y le pellizca la mejilla.

Pasó las dos primeras semanas de diciembre buscando un objeto sin ningún resultado. A la tercera, sintió el fracaso. Y no sólo él, hasta el Federal parecía que se movía menos, como si lo hubiera ganado la apatía.

En las bolsas que revolvió, sólo encontró patinetas desvencijadas, algunas muñecas descuartizadas de ojos asombrados, un oso de peluche semicalvo y otros muñecos estrafalarios, parte de un submundo infernal que resultaba grato a los niños ricos. Pero de muñecas morochas, nada.

El 20 de diciembre amaneció de mal humor. Contra su costumbre. discutió con otros que pretendían marcarle el territorio. ¿Desde cuando los mismos hambrientos le ponían fronteras al hambre? Uno busca comida donde puede encontrarla y el que llega primero, llega primero, y el que no se jode. Rompió una bolsa frente a un edificio de la calle Pedro Goyena. La vació sobre la vereda, maldijo su suerte y comenzó a revolver. Desde la ventana de un primer piso una mujer distinguida lo observaba: “¿Qué le pasa?” –lo increpó: “¿No encuentra lo que busca?”

Pensó en insultarla, pero se sorprendió hablándole con respeto: “Una muñeca morocha. Una muñeca bien, bien morocha Eso necesito, doña ¿Usted tiene una?”, le respondió, masticando cada palabra. La mujer lo miró fijo, se metió adentro y cerró la ventana. Supuso que no aparecería más, levantó un hombro como para decir “qué me importa” y le endulzó el ánimo hallar en una bolsa los cartones de un aparato. Eso debía pesar bastante y era más plata en la balanza.

Se subió al carro y le chasqueó la lengua al Federal. El caballo ni se inmutó. Se quedó plantado ahí y él sabía que cuando se retobaba había que aguantar. Así que se bajó, acomodó la carga y calculó los kilos para hacer tiempo, hasta que cambiara de ánimo. Estaba en esa tarea cuando sintió que alguien le tocaba el hombro. Se volvió y ahí estaba la mujer de la ventana. Le pareció alta y percibió el temblor de los labios cuando le dijo: “¿Una como ésta le viene bien?”, y le extendió una caja en la que yacía una muñeca de piel aceitunada y ojos oscuros.

-Me quedó de mi hija que se fue a Australia. Espero que le sirva.- le dijo la vieja, sin darle tiempo a responder, y se alejó con pasos temblorosos-. Y no desparrame la basura- le advirtió con el dedo en alto.

- Quédese tranquila. Gracias doña. Que Dios la bendiga doña- alcanzó a agradecerle Goyo, antes de que se hundiera en el edificio con puertas de blindex.

No tuvo que estimular al Federal que apenas subió al carro arrancó a paso lento. Se dejó conducir, mientras miraba la muñeca con atención. Estaba nueva. Se dio cuenta que la niña de Australia no debió de haberse subyugado con esa Barbie morocha de ropaje caribeño. Lo ganó una risita nerviosa que se mezcló con lágrimas. Pensó que acaso Dios estaba más loco que él y que se comunicaba con los animales porque estaba harto de los hombres.
- Vos lo sabías guacho. Mirá que sos raro eh. Por eso te empacaste. - le dijo al Federal y se estiró para acariciarle las ancas. Esa noche el Federal se untó obscenamente los morros con una ración doble de maíz.

El 24 de diciembre a la noche echó un pollo sobre una parrilla de alambre y se sirvió un vaso de vino de cartón que le raspó la garganta. El barrio estaba encendido. Se escuchaban guitarras y risas que salían de las otras casillas y los chicos alborotaban y hacían tronar cohetes. Soplaba un viento suave sobre las calles de tierra.

Ailén ya había preparado un sobre que decía: “Para Papá Noel” y lo había puesto bajo el pinito de plástico, relumbrón por las lamparitas chinas. A las once y cuarto, al cabo de la cena, a Ailén la venció el sueño. Se tiró en su colchoncito y se quedó palmada.

- A las doce despertala - le dijo Goyo a su mujer.

- Ni sorpresa que se va a llevar- le respondió ella. abrazándole la cintura. Después le acarició la espalda por debajo de la camisa y antes de meterse en la casilla se bajó un bretel y se rascó un hombro insinuante.

Goyo prendió un cigarrillo y se quedó un rato mirando el cielo. “Pucha el destino”, pensó. “Dios aprieta pero no ahorca”, se dijo una vez más.

El Federal pastaba. Se le acercó, le palmeó el pezcuezo y susurró:

- Que yunta hacemos vos y yo, Fede, eh.

El animal alzó la cabeza, paró las orejas, y lanzó un relincho corto. En la oscuridad, Goyo sintió el relámpago de su misteriosa mirada azul.

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