lunes, 28 de marzo de 2011

PERÓN Y CÁMPORA


COLECCIÓN
SACÁNDOLE TIERRA A LOS ARCHIVOS
PERÓN Y CÁMPORA
(Un dúo inventado por Lanusse que nunca existió)


Cámpora en Madrid. Allí recibiría los máximos honores correspondientes a un Jefe
de Estado: desde el Caudillo de España hasta el Jefe del Ayuntamiento. El único que lo despreció sin piedad fue, precisamente, el General Perón. A esta fotografía se la
dedico a los muchachos de Revista Cabildo que tantos cumplidos tienen con Franco.
Hurgando un montón de papeles viejos que mi esposa me iba alcanzando para que quedasen en los anaqueles de la biblioteca o fuesen al cajón de basura, apareció esta hojilla suelta (seguramente es parte de otras más que sólo Dios sabe dónde estarán), escrita a lápiz, que deseo compartir con ustedes. Sólo he modificado algunas cosas. A otras las he actualizado. Por ello se puede decir que un 95% es del original que no recuerdo de dónde lo saqué. Lo que a su vez nos está indicando que en aquellos años ya me había dado cuenta de esta mazamorra espantosa. El texto dice así:
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La verdadera historia, digamos la crónica secreta que deshace las pretensiones de que Perón y Cámpora formaron dueto como Gardel y Razzano, comenzó el mediodía del 15 de junio de 1973, cuando el Presidente de Argentina en ejercicio, su esposa y una comitiva de sindicalistas, funcionarios y guardaespaldas llegaron al aeropuerto de Barajas. El nuevo presidente venía a buscar al viejo presidente para acompañarlo en su regreso definitivo a la Argentina. Sonaba a fiesta, a triunfo. Sin embargo, bastaron pocas horas para que la máscara feliz cayera, rota y desteñida, y el peronismo mostrara su primera, honda, trágica fisura que luego se haría grieta.
Cámpora fue recibido por Franco con todos los honores. Hubo antiguos pendones reales a lo largo del camino, uniformes brillantes, caballos con los cascos lustrados y relucientes trompetas recién afinadas. El Alcalde de Madrid puso en las manos de Cámpora la Gran Llave Dorada de la Villa del Oso y del Madroño. Cámpora no pudo evitar unas lágrimas (en realidad siempre lloraba). Sin embargo, los periodistas, acoquinados como chinches en el colchón, en el camión del Ministerio de Informaciones y Turismo, ya sabían que esas lágrimas respondían a otra emoción que nada tenía que ver con la refulgente ceremonia.
Es que en vano había intentado Cámpora convencer a Perón de que asistiera a este acto. Una excusa, la primera de una larga serie (No me siento bien, estoy resfriado, habría sido la lacónica respuesta del General ante la invitación), se le había estrellado en la cara como un merecido cachetazo.
Esa misma noche, en el Palacio de la Moncloa, estaba previsto que Francisco Franco recibiría a Cámpora y a Perón en una comida de gala. El Tío Cámpora, como lo llamaban los mencheviques y los bolcheviques, tenía listo el traje, la banda presidencial, todo, y la medalla de la Lealtad Peronista que sólo se la sacaba para traicionar, o sea cada cinco minutos. Sin embargo, Perón, muy afligido, ni siquiera había contestado la invitación.
Casi desesperado entonces, Cámpora subió a su largo y negro coche y enfiló rumbo a Puerta de Hierro. Detrás, los periodistas cagatintas del régimen. Se abrieron los portones. Entonces, por unos segundos, los periodistas pudieron ver a Perón. Estaba sonriente. Calzaba unas pantuflas como para irse a dormir. Se había puesto un pantalón claro y guayabero colorado. En la cabeza, un gorro de gran visera. Saludó con las manos en alto y se repantigó en un cómodo sillón de caña. Borrosa, detrás de una ventana, se la podía ver a doña Isabel Martínez. Los portones se cerraron. Sin embargo, la Guardia Civil fue tolerante y permitió que los mohosos periodistas presenciaran la escena a través del mezquino espacio que había entre las rejas y la gruesa chapa de hierro que ocultaba la casa. Cámpora, de jacquet, con la banda presidencial cruzada sobre el pecho, gimiendo bajo el verano espantoso, tembleque y vacilante como un escolar, subió las escaleras de piedra y ya en el porche trató de abrazar a Perón. Pero éste lo contuvo y le tendió la mano. Luego, con el ceño fruncido, lo miró con severidad. Hablaron un par de minutos. Desde luego, los periodistas no pudieron escucharlos. Al cabo, Cámpora se quitó la banda presidencial y trató de ponerla en las manos de Perón. Pero éste la rechazó con un gesto que podía traducirse así: Vamos a ver. Lo voy a pensar. Unas palabras más, un saludo frío, media vuelta de Cámpora y un chau agrio como zapallito de zanja. Otra vez se abrieron los portones y el coche largo y negro, a toda velocidad, se alejó por la calle Navalmanzanos hacia la carretera que lleva al centro de Madrid. Las fotografías de izquierda y derecha son de la quinta Puerta de Hierro. Los uniformados son de la Guardia Civil que estuvieron verdaderamente inflexibles.
En este ínterin, fue imposible abordar a Cámpora y preguntarle qué había pasado. Pero la entrevista no había durado ni diez minutos incluidos el hola que no dije, y el chau que sí dije. Patético este asunto. Los gestos fueron bien elocuentes. Cámpora se había acercado a Perón y Perón lo había despreciado sin asco ni tapujos. Poco después empezaron a llegar noticias a la vereda de los chismosos, vía custodias, guardias, mucamos de la quinta. Cámpora le había rogado a Perón que asistiera a la comida de gala en el Palacio de la Moncloa. Perón se había excusado. Una excusa casi pueril: Esta noche no puedo. Vienen unos amigos argentinos a comer. Pero a la invitación se la habían cursado unos diez días antes por el despacho de Relaciones Exteriores. A la derecha, El Tío abraza a Rucci y le susurra al oído: Lo lamento Ignacio pero mis amigos te van a hacer Traviata.
Por otra parte, y sin duda alguna, el mayor signo de desprecio fue el atuendo con que Perón recibió a Cámpora, flamante Presidente de la Nación, delegado, amigo y qué se yo. Perón sabía, por información directa de su servicio de seguridad, que Campora estaba por llegar, con coche del gobierno español, vestido de gala y con banda presidencial. Sin embargo no se tomó el trabajó de cambiarse la guayabera, ni siquiera se sacó el gorro ni cambió sus pantuflas. Dicen que sólo le falta el pijama. Por otra parte, no asistir al Palacio de la Moncloa implicaba un desdén a Franco, su amigo y protector (en verdad el comisario que le puso Eisenhower para que no se moviera de Madrid; tal cual hizo lord Palmerston con el Ilustre Restaurador a pedido de la Masonería a la cual el catolicísimo General Franco perteneció toda su vida). Luego, la pregunta era obvia: ¿por qué Perón había actuado así? No tardó en saberse. Al mediodía siguiente, pocos minutos después de que doña Isabel y López Rega salieran juntos en un auto deportivo rojo, sin rumbo conocido, Cámpora y Perón mantuvieron una entrevista de más de dos horas a puertas cerradas. Pálido y preocupado Cámpora salió de la quinta como si hubiese recibido un enema jabonosa de cinco litros con medio de agua oxigenada. Al mismo tiempo Perón saludaba sonriente con las dos manos en alto a los periodistas, que no abandonaban la guardia ni de día ni de noche.
También por trascendidos, aunque de fuente irreprochable, se supo lo que había ocurrido en la entrevista. Perón, con tono durísimo, lo había fustigado por los sucesos del 25 de mayo en la Plaza de Mayo y en la Casa Rosada (cánticos guerrilleros, incendios, saqueos, invasión), por el gabinete que había formado sin ser consultado, haber aceptado dejarse llamar compañero presidente en forma pública y sobre todo -esto, se dijo, lo obligó a estrellar el puño contra el escritorio con vehemencia-, por haber recibido en audiencia oficial, en la Casa de Gobierno, a los delincuentes subversivos del ERP, FAR, FAP y Montoneros (es decir la Retaguardia de Combate que le había dejado Lanusse), que le fueron a agradecer la liberación de los presos de Villa Devoto y Caseros y el posterior decreto de amnistía. Para Perón, Cámpora era un traidor y había que echarlo. Para Cámpora, Perón era un traidor y había que matarlo (como casi sucede). La tragedia del peronismo (o una de sus tragedias) estaba ya desatada y, como siempre se haría pública. Por la noche, Cámpora, su comitiva y algunos residentes argentinos en Madrid fueron a comer al restaurante Tranquilino, una parrilla que está cerca de la quinta de Puerta de Hierro. La comida fue copiosa y muy abundante en vino. En un momento, el cantor de tangos Hugo Marcel empuñó la guitarra, discurseó un rato y anunció que iba a cantar un tango que había compuesto para celebrar la victoria del peronismo. Se lo dedicó al compañero presidente, dijo, y arrancó. A las pocas estrofas, que aludían previsiblemente a todo lo ocurrido en las elecciones de marzo y repetían los eslóganes peronistas, Cámpora inclinó la cabeza y se puso a llorar como una Magdalena (ya les dije que era de llanto fácil). Se hizo silencio. Todos pensaron que le estaban haciendo efecto los morados que se habían tomado. Poco a poco, todos abandonaron el lugar. Los últimos en salir, abrazados, fueron Cámpora, Rucci y el boxeador Gregorio Peralta, que en esos días participó activamente de todos los actos. En la fotografía de arriba a la izquierda: ¿a qué no saben quien era esta jovencita enmascarada que estuvo en el copamiento a la Casa Rosada cuando asumió Cámpora? ¡Ah, que lo diga ella! Arriba a la izquierda: Osvaldo Papaleo e Irma Roy con el Ministro Benítez; ya eran íntimos de los Graiver y las cosas marchaban al pelo.
Así transcurrieron cinco días. Interminables. Cámpora, presidente, amigo, delegado de Perón, desesperado por conseguir de su jefe una audiencia, un gesto de apoyo, una actitud cordial, corriendo de una punta a otra de Madrid y cada vez más débil en su posición política. Perón, ex presidente e indiscutidamente por sobre de Cámpora, en su casa, sin rastros del resfrío que le había servido como excusa, vestido de sport, despidiéndose paulatinamente de los amigos y de las autoridades españolas mientras el personal de la quinta preparaba a toda velocidad las valijas. Por fin llegó el amanecer del 20 de junio, el día de la partida. A las seis de la mañana, Perón, de traje oscuro, camisa blanca y corbata azul entró en el auto que habría de llevarlo al Aeropuerto de Barajas. Franco lo despidió con honores de presidente. Poco antes de subir al avión, el protocolo hizo que Perón y Cámpora debieran estar juntos en la tarima alfombrada que sirvió para que Franco leyera las palabras del adiós. Pero ni siquiera se miraron. Sus dos mujeres, Isabel Martínez y Georgina Acevedo, tampoco cambiaron una sola mirada cordial. Fue una partida tensa, hosca, dramática. Perón subió la escalerilla y se hundió en la panza del avión mientras Cámpora, el último en entrar, seguía saludando con las manos en alto, como si nada sucediera. A la derecha: Dime Juan Manuel, cuando te sacaron esta foto, ¿dónde estaba tu mujer, la Nilda? ¡Cómo que en el monte tucumano! ¡Ah, se rajó por la patria con Julito Alsogaray, el hijo del General! ¡Qué metejón! ¿No? Como en los mejores novelones, ¿viste? Pero se quedó viuda enseguida porque a Julito lo mandaron al pago de donde no se vuelve.
Ya instalados, con el avión a punto de despegar, un funcionario de la diplomacia española le pidió a Perón una foto autografiada. Perón firmó con un marcador, pero la tinta resbaló sobre el papel brillante y se borroneó. Entonces lo llamó a Cámpora y le ordenó que le trajera un bolígrafo del saco, que había dejado en la parte de atrás del avión. Cámpora obedeció en silencio. Por la noche, esa anécdota era la comidilla de la prensa extranjera. Era, también, un símbolo de todo lo que había ocurrido entre esos dos hombres en aquellos cinco días clave.
Al día siguiente, se recibieron las dramáticas noticias. Algo grave había ocurrido en Ezeiza, el día de la llegada de Perón. La televisión no aclaró la dimensión del escarmiento y pasaba las imágenes que se le ocurrían. Pero una semana más tarde, el bosque de Ezeiza quemado y yermo, parecía como bombardeado. El ERP había perdido a 86 de sus dirigentes y quedó descabezado hasta el final de la contienda. Sin embargo hay mucha gente que aún llora y se conmueve por lo ocurrido allí, ¿por quiénes lloran y por quiénes se conmueven? Recordé entonces todo lo ocurrido entre Perón y Cámpora a lo largo de esos cinco días, y comprendí fácilmente que quedaba muy poco lugar para la paz y la unidad nacional. Los días que siguieron, los años que siguieron, me dieron la razón. A la izquierda: lo primero que hizo Perón al llegar a la Argentina fue ponerse el uniforme de General de la Nación. Nadie entendió este gesto: ni los civiles siempre abrumados por la inmediatez de las tribulaciones a las que fueron sometidos por los liberales y los marxistas; ni los militares, principales recipiendarios del mensaje, siempre con la cabeza puesta cerca de lo que está lejos y lejos de lo que está cerca. Así les fue, así les va y así les va a ir, tanto a los civiles versátiles como a los militares del tango cambalache. Los que no se saben discernir con la cabeza, deben tener buenas nalgas para aguantar los alpargatazos; y como el cerebro parece habérseles vuelto nalgas, digo, de puro taita que soy, que esta gente sufrirá mucho dolor y la aspirina circulará a bocha. Hasta que en esta tierra venga un criollo a mandar, que es la profecía de Martín Fierro.
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Veintidós días después de esta crónica dispersa, el 12 de junio de 1973, El Tío Cámpora renunciaba tras 49 días de gobierno. Muy poquito tiempo en términos históricos. Pero suficientes para que los mencheviques y los bolcheviques ocupasen importantes puestos en el gabinete, en la administración nacional y en los municipios provinciales. Hoy esos mismos puestos están ocupado por terroristas asesinos, filibusteros y ladrones que jamás fueron peronistas: es decir, éstos son más prácticos y sinceros que Cámpora. En esas 49 jornadas de agonía, violencia y muerte, se oculta la clave de cómo funcionó la formidable Retaguardia de Combate que dejó armada Lanusse, la que finalmente triunfa el 24 de marzo de 1976 y hasta el día de hoy en que nos gobierna el noveno Presidente del Proceso de Reorganización Nacional. Con la anuencia y bendición de Cámpora y de todos sus seguidores disfrazados de Caperucitos Rojos.

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