Por Vicente Massot
Que los barones peronistas del Gran Buenos Aires son, desde el punto de vista político, infinitamente más importantes que cualquiera de los kirchneristas puros y duros que pueblan hoy el Congreso y las distintas dependencias oficiales, era algo sabido largo hace. No había que esperar, pues, a que los comicios estuviesen a la vista y los plazos electorales próximos a vencer para darse cuenta que Curto, Othacehé y Pereyra, por ejemplo, juegan en una categoría a la que, de momento al menos, no puede aspirar la legión K que vive despotricando contra los intendentes del conurbano a quienes sindican —con entera razón— de ser verdaderos prototipos de la comúnmente llamada vieja política.
Si alguien desease conocer las razones en virtud de las cuales, después de mantener abierto un sin fin de expectativas al respecto, Néstor Kirchner se inclinó por el hombre fuerte de La Matanza, y no por Carlos Kunkel o José Pampuro, a los efectos de acompañar a Daniel Scioli en la fórmula de la provincia de Buenos Aires, bastaría prestarle atención a lo que electoralmente significa Balestrini.
La misma composición de lugar correspondería hacer en el caso de Córdoba, donde el santacruceño, tras jugar a las escondidas con José Manuel de la Sota por espacio de meses, y al mismo tiempo coquetear con el actual jefe comunal, Luis Juez, dejó a éste en el camino y decidió, sin darle explicaciones a nadie, claro, que el candidato del Frente para la Victoria en octubre fuese el delfín de De la Sota , entre cuyos antecedentes figuran valiosos servicios prestados, de buena gana en la ominosa década del noventa, al gobierno de Carlos Menem como funcionario del equipo que comandaba Domingo Cavallo.
No hay misterios insondables en el kirchnerismo. Al cabo de cuatro años de dominio omnímodo del Estado y del país y saciada la voracidad de dinero, lo único que lo seduce es el poder. Por eso, a la hora de forjar una estrategia conducente a alzarse con el triunfo el próximo 28 de octubre, Néstor Kirchner ha tenido en cuenta no razones ideológicas o afectivas sino de peso electoral. Claro que hubiese preferido que Carlos Kunkel, Florencio Randazzo, Sergio Massa o el mismo José Pampuro encabezasen, debajo de Scioli, la boleta del FPV en la provincia de Buenos Aires. Pero de la misma manera que, entre coronarse rey de Francia con arreglo a los preceptos católicos —que odiaba— y abandonar en el desván sus votos hugonotes o, inversamente, hacer valer éstos y olvidarse del trono, Enrique IV creyó que París bien valía una misa, Néstor Kirchner hace ahora de la necesidad virtud.
Lejos han quedado esos sueños de transversalidad que, si alguna vez acarició, hoy son parte de un pasado que no volverá a repetirse. El santacruceño, por mucho que despotrique en sus discursos contra la vieja política, mal puede prescindir de ella por dos razones elementales: 1) es parte de la misma, y 2) sin sus representantes, sobretodo en el peronismo, es difícil ganar elecciones y más difícil —habiendo ganado— gobernar.
Si algún incauto se tomara el trabajo de repasar, una vez que estén homologadas todas las listas del FPV a nivel nacional, cuántos de sus candidatos fueron obedientes soldados de Carlos Menem o de Eduardo Duhalde o, mejor aún, de uno y de otro entre los años 1989 y el 2003, ciertamente se sorprendería.
Néstor Kirchner —lo hemos dicho en más de una oportunidad y no es, por tanto, una novedad— tiene que ganar los comicios que se realizarán dentro de sesenta días por una razón elemental —retener el poder— y por otra que, claro está, el santacruceño nunca reconocería en público pero pesa a la hora de poner la cabeza en la almohada todas las noches: si su mujer no se erigiese victoriosa, su destino sería caminar de arriba abajo los tribunales como paso preliminar a la cárcel que, con seguridad, le esperaría en caso de que careciese de fueros y autoridad para disciplinar a los jueces. **la tiene a su mando a la konti y su konsejo de la magistratura para los jueces rebeldes.
Para ganar le será necesario al FPV sacar una diferencia decisiva en el principal bastión electoral del país, allí donde Daniel Scioli —por las causas que fuere— tiene una imagen, e inclusive una intención de voto, superior a la de Cristina Fernández y donde su flamante candidato a vice, Alberto Balestrini, arrastra los votos de La Matanza, nada menos. La clave es Buenos Aires, que por primera vez en décadas es manejada por un político que no comparte casi nada del folklore típico del peronismo bonaerense, salvo algo fundamental: ese instinto que solo se mueve por el poder y el dinero públicos. No es posible, pues, analizar el asunto ideológicamente. Al menos si se desea entender por qué están junto a Kirchner desde Hugo Curto hasta José María Díaz Bancalari, pasando por Carlos Reutemann, José Manuel de la Sota y, hoy el más importante de todos, Daniel Scioli. Al tema debe analizárselo —como al peronismo en general— sociológicamente y así es fácil explicar la alineación de los ex–menemistas y ex–duhaldistas junto al santacruceño.
Mientras el contrato tácito entre el Presidente y los principales referentes provinciales y municipales del justicialismo histórico se renueve, Kirchner tendrá una base de sustentación que, aun cuando no sea a prueba de balas, le permitirá hacer frente a los problemas por venir con una importante masa crítica a su favor. La cuestión es saber hasta dónde se extenderá ese contrato tácito, renovable mes a mes, que está basado no en el mutuo reconocimiento sino en la pura necesidad.
La estrategia de la Casa Rosada es clara y no cambiará de aquí al 28 de octubre: resulta de una combinación algo extraña, en teoría, pero hasta el momento exitosa en la práctica que suma por arriba al peronismo tradicional —incluida la CGT de Hugo Moyano—, en punto a lo que cabría denominar el aparato, y por abajo, a nivel de la sociedad civil, el aporte de las clases medias urbanas, como principales soportes electorales del kirchnerismo.
Todavía, malgrado la pérdida de la confianza en el gobierno —que creció, según la medición de la Universidad Di Tella, un 21% en los últimos doce meses— y la caída en la confianza de los consumidores merced al vergonzoso manejo de los índices inflacionarios por parte de Guillermo Moreno —de acuerdo a la medición de la Fundación Mercado, un 8% en julio— el contrato tácito resiste.
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