sábado, 16 de julio de 2011

POPULISMO TARDIO


EL SER ARGENTINO

El populismo tardío (lo que somos)
El famoso 'ser argentino' es populista, aunque no lo asume, y ya no se sabe qué es peor. El 'ser argentino' tiene preferencias nítidas por ese atributo de la dependencia (aunque el individuo tan famoso, envuelto en blanquiceleste, se declara libre y soberano). Es muy difícil acabar con el populismo cuando se lo ama, se lo extraña, se lo necesita para completar la identidad que no se tiene.



por RAÚL ACOSTA
ROSARIO (La Capital) Argentina está enferma de populismo. Es endémico. Las febrículas de bombo y revancha persisten. Hay una conducta consecuente en la vida social y la partidaria. Muchos lo gritan, somos populistas de corazón. La miocarditis populista fabrica arritmias y desolación ante el fracaso de lo que soñamos. Somos persistentes. En la administración del Estado, de las sociedades particulares, de los clubes de fútbol, los escenarios y las plazas somos populistas como quería Rosita Melo: desde el alma.

Fernando Enrique Cardoso escribió (Siglo XXI editores, 1969): ("...) El grupo hegemónico del sector agroexportador expresa, tanto en términos económicos como en términos de dominación política una doble vinculación; por una parte por sus inversiones en el mercado interno se constituye en el sector dinámico y desarrollista; por otra, por su vinculación externa constituye el nexo de la dependencia (...) la nueva coyuntura de poder que representa el peronismo será efectiva en la medida en que pueda conciliar los intereses de la acumulación del sector económicamente dominante con los intereses de la “participación” creciente de las masas…” (página 112, capítulo Nacionalismo y Populismo de un libro fundamental: Dependencia y Desarrollo en América Latina). Su bisturí es selecto. Nos “viviseccionó”.

Cardoso es teórico y práctico; sociólogo de nota y dos veces presidente del Brasil. Para el texto citado miró con un ojo su vida de muchacho, con Getulio Vargas como el sol del Estado Nuevo, y a Perón con el otro ojo, como portaestandarte de la Nueva Argentina.

Aquella trama del mundo, con la injusticia al descubierto, parida sobre la catástrofe occidental de la segunda guerra, fue el detonante. Éramos proveedores de materia prima y esperanza (entonces Europa, ahora India y China). El populismo de América Latina tuvo dos cimas. Getulio y “el General”. En ambos casos se aceptaba que las transgresiones a las leyes eran para arribar a una mejor estancia… ¡dentro de las leyes! Perón y Vargas compartieron dos cosas centrales. Apoyo popular y práctica movimientista. No un partido. Un líder, una idea, una formulación vertical. Citemos a los griegos. Es el hombre y su circunstancia. Eso fueron y la verdad: triunfaron. Lo consiguieron.

Cualquiera que llegue a este punto del texto sabe que se habla de 1950 como eje. Getulio en su final, Perón en la cima. En el 1954 se suicidaría el hombre mas importante del siglo XX para Brasil. Con él comenzó la industrialización definitiva. Getulio Vargas llevó a Brasil a la II Guerra y lo puso en la carretera de la más grande ilusión: Potencia emergente. Perón también soñaba. La primera cocina, heladera, calefón, el primer auto, el primer avión, el primer dique, el primer barco mercante, la primera casa para obreros y las primeras leyes sociales. Aún hoy se discute su tarea, no su influencia. Conciliaron lo indicado por el profesor. El poder, la plata y el laburo, sin Marx alterando la calma.

Nadie, ni siquiera los neo populistas discuten que este, el populismo, se ejerce de un modo nacional. Está incluída en el populismo, la soberbia nacional. El nacionalismo. Nuestras canciones, nuestras banderas, nuestras madres, nuestras músicas, nuestros héroes deportivos, nuestras costumbres. El populismo es creyente y cismático. Tiene enemigos. Ellos. Los “Afuera”. Las oscuras fuerzas del mal. La sinarquía internacional. El complot mediático. Esta forma simplista del conflicto tiene sus fantasmas. El verdadero debate asusta. La razón es sospechosa. El mismísimo diablo está en el Contrato Social. La ética es el veneno final.

Resulta difícil dividir al populismo de la dinámica movimientista, de los acicates nacionalistas y, por tanto, de los enemigos (visibles y de los otros). Su mirada por fuera de los códigos formales de las democracias, lo deja sin culpa por no ejercer un acuerdo constitucional. El populismo confronta, refuta, finalmente desdeña, ignora. El populismo es poder.

No es una paranoia de vademecum, es un ejercicio de desarrollo muscular. No hay populismo que no tenga su dinámica, su eje, sus fantasmas y sus ideales. El populismo necesita calle y enamorados ululantes. Sin amor (ciego) no hay trato. Uno de los destinos declamados es el arribo a una democracia que se califica a si misma. Popular.

Los gobiernos populistas insisten: arrancamos de modo singular, sin justicia clara ni leyes estables, síganos, llegaremos a un mundo feliz, a un sitio donde no hay injusticia (social) tampoco injustos gobernantes (que siempre son los otros, claro está).

Los intentos de gobiernos populistas, mientras ensayan la perfección edulcorada, sostienen este relato. Los actos son otros. A quien le importan los actos, por favor.

El relato populista es atrayente, hipnotizante. Argentina está inmersa en su telaraña. No es sencillo separarse de las reivindicaciones. El populismo no existe sin el reclamo popular. Sus dirigentes, en origen, son la voz que reclama. Los sentimientos, en mitad del desajuste social, piden que se resuelvan rápido, irrazonablemente.

Conviene mirar, ahora, a 50 años del libro que lo describía y a 60 años de su mandato, si el populismo es la llegada a la democracia por una vía rápida o la dinamita colocada en el camino real. La explosión. El cráter.

El populismo parte de la injusticia y acepta la violencia social, no la violencia revolucionaria. Es inquilino del desapego a ciertas formalidades que, sostiene, no hacen al fondo de la cuestión. Pues no. Que si. Que hacen. Su contradicción existencial es el voto. El mandato. Se aceptan las elecciones y si, por esas cosas del voto popular, no salen como se pensaba, le quitan el encanto, la anulan, la cambian. Las elecciones suelen ser malos tragos para los populistas de corazón.

El populismo saltea los tiempos del aprendizaje y se sabe: desde la suma y la resta a la multiplicación y la división y allá, en la distancia, a la física cuántica, hay varios escalones. No se llega de un salto, sino como quería Pestalozzi: paso a paso y acabadamente (aclaración: el pedagogo es anterior a Reynaldo Merlo). Una democracia de palotes, infantil, le alcanza.

En el populismo una módica Scherazade inventaría un solo cuento y chau. Salomé milonguearía sin velos y pediría una, dos, cien, mil cabezas por sus contoneos. El argumento es promiscuo: el populismo acerca a las masas sudorosas a la democracia. Error. El populismo es pulsión, no aprendizaje.

Pero aquí está. Rozagante. El populismo no se fue ni se escondió. Estaba de parranda. Se atrasó. Aquí lo tenemos. No lo podemos imaginar fuera de nosotros. En la administración del Estado, de las sociedades particulares. En los clubes de fútbol, los escenarios y las plazas. Somos populistas como quería Rosita Melo: desde el alma.

No hay quien nos cure del populismo y no se ha decretado, en foro alguno, que sea una enfermedad incurable. El reloj lo deschava: 60 años de atraso.


“No desesperes, que el sueño más querido, es el que más nos hiere, es el que duele más” “¿Por qué prefieres llorar lo que has perdido, buscar lo que has querido, llamar lo que murió?”

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