miércoles, 11 de marzo de 2009

EL ÚLTIMO RECURSO DEL AUTORITARISMO




Por Rafael Eduardo Micheletti

Es cada vez más evidente e identificable, en la Argentina, una corriente de pensamiento que, tomando recursos intelectuales propios de toda ideología totalitaria, como la idea de que se necesita concentrar el poder político para distribuir riquezas, que la riqueza no se genera sino que existe por sí misma y sólo hay que distribuirla, o que el subdesarrollo es fundamentalmente culpa de las personas o países que primero se desarrollaron, intenta aceptar discursivamente la democracia sin reconocer cabalmente el fracaso del autoritarismo y el totalitarismo en el mundo.

La glorificación del conflicto parece ser el último recurso del autoritarismo ante la irremediable demostración de éxito de la democracia liberal o republicana en todo el planeta. A los recursos tradicionales del autoritarismo ya nombrados, todos ellos meras justificaciones de una concentración máxima del poder político que habilita la discrecionalidad necesaria para usar el poder público para fines particulares, sólo añaden una cierta veneración por el conflicto que les permite hablar de democracia a pesar de estar luchando, lo sepan o no, contra ella.

De esta manera, suponen que los intereses de las personas son contrapuestos (consecuencia directa de la idea de que la riqueza no se genera sino que existe por sí misma). Esa glorificación del conflicto como algo deseable e inevitable, no sólo justifica la anarquía en la que los más fuertes avasallan los derechos de los más débiles, sino que, además, convalida el autoritarismo que emana del Estado una vez que las cosas se salieron de control. El Estado está formado por personas, y esas personas tienen intereses contrapuestos con el resto de la sociedad. “El bien común no existe”, aclaman.

Cabe aclarar que los intereses son contrapuestos si son ilegítimos, pues si son legítimos (o sea que no dañan derechos o intereses legítimos de otros) no son contrapuestos sino complementarios. La riqueza no existe por sí misma sino que hay que generarla cooperando. Y cuanta más cooperación haya más riqueza habrá y le será más fácil al Estado distribuir. Por eso, el Estado debe reprimir o desalentar los intereses ilegítimos y proteger y estimular aquellos que son legítimos. Y para lograr esto, lo que ha dado resultados en todo el mundo es la democracia liberal o republicana que ellos tanto critican, con división de poderes, descentralización, independencia de los poderes, Estado de Derecho, transparencia, etc.

El discurso de Laclau y Mouffe, inventores del último recurso del autoritarismo, resulta asombrosamente vacío. Usan palabras difíciles, pero no proponen nada en concreto. Parece más bien un intento por aceptar la democracia sin reconocerle al liberalismo el mérito de haberla inventado, para lo cual usan otros términos que, además, terminan justificando un estilo de gobierno autoritario y confrontativo que puede prevalecer en el marco de una democracia formal, como la Argentina, plagada de impunidad, corrupción, clientelismo, discrecionalidad e injusticias.

Sebreli, en su memorable artículo para el diario Perfil sobre el neopopulismo latinoamericano, lo pone así de claro: “El verdadero pensamiento de los intelectuales K es muy difícil de desentrañar dado que la prosa de Laclau y sus continuadores es críptica, comprensible tan sólo por una élite de iniciados, extraña opción para quienes se proponen ‘la construcción de un pueblo’, ‘la constitución de un nuevo sujeto político’. El estilo de Laclau está empedrado de indefinidos plurales: ‘Ideales emancipatorios’, ‘prácticas articulatorias’, ‘materialidades de la estructura discursiva’, ‘especificidades del vínculo hegemónico’, que traen el eco del barroco krausista-yrigoyenista. Con esa misma jergosidad academicista están escritas las proclamas de los intelectuales K y con la retórica hermética de sus papers o sus tesis universitarias hablan en los medios de comunicación. Más que declaraciones políticas parecen ser ejercicios de estilo. El alambicamiento sustituye a la argumentación y a la ausencia de datos objetivos. La oscuridad oculta la trivialidad y anacronismo de consignas que compañeros de ruta menos sutiles como Luis D’Elía reducen a antagonismos simplistas como pueblo-oligarquía y patria-colonia.”

Para criticar a la democracia liberal o republicana, que ha demostrado buenos resultados económicos y sociales allí donde se la aplicó, incluso más allá de la alternancia partidaria e ideológica, no dejan de señalar el elevado índice de GINI de Chile, país liberal y republicano por excelencia de América Latina.

Sin embargo, no reparan en el hecho de que Chile es el país de América Latina que antes que ningún otro cumplió con las metas para el milenio de las Naciones Unidas, que redujo la pobreza del 45% al 10% en los últimos quince años y que sigue reduciéndola debido a la estabilidad y continuidad de su crecimiento, mientras que países como la Argentina o Venezuela mantienen una pobreza estructural del 30% al 45%.

Tampoco reparan en que el objetivo de un Estado debe ser erradicar la pobreza y darle un nivel de vida digno y aceptable a todos los ciudadanos, y no solamente reducir la distancia entre el quintil que más gana y el que menos gana de toda la población, pudiendo muy bien esta última estadística arrojar una cifra engañosa, debido a que no considera cuánta riqueza se genera en la sociedad en total ni cuánta llega a los sectores más postergados, sino simplemente la diferencia entre el porcentaje que más y menos gana de la población.

En definitiva, los nuevos recursos intelectuales y discursivos del autoritarismo vienen a justificar un orden injusto, arbitrario y decadente, que se niega una y otra vez a implementar medidas y reformas de sentido común que han tenido éxito en todas partes, incluida América Latina, en especial en Chile, pero también cada vez más en Uruguay, Brasil, Colombia y Perú.
CRÓNICA Y ANALÍSIS

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