Haciendo dedo en las nubes
Por Carlos Mira
El intento del presidente de convencernos de que echar a los funcionarios responsables de actos de corrupción convierte a una gestión en honesta es grotesco e irrisorio.
Luego del episodio de la valija con 800.000 dólares que viajó con una persona de nacionalidad venezolana (que nadie conocía al momento de embarcar) a bordo de un Cesna alquilado por Enarsa para cubrir, a las tres de la mañana, el trayecto Caracas-Buenos Aires, la administració n de Néstor Kirchner esbozó el argumento de que su gobierno es el único que combate la corrupción y el que toma medidas contra ella y contra los funcionarios involucrados.
Esta línea de pensamiento desemboca, seguramente, en una pretensión de agradecimiento que la sociedad le debería dar al presidente y a su gobierno por el hecho de que Claudio Uberti, el oscuro interventor del Ente Nacional de Concesiones Viales, fue relevado de sus funciones cuando no quedó más remedio que admitir que fue él quien permitió el viaje de un “extraño” en un avión oficial. La argumentación no puede ser más pueril: despedir a quienes, una vez descubiertos, son desplazados por inoperantes hasta para delinquir no debería ser una acción por la que los gobiernos deban solicitar nuestras congratulaciones.
La gracia de un gobierno honesto no consiste en disfrazar de “blanqueo” el delito descubierto, sino en no cometer hechos reprobables.
Las distintas oportunidades en que funcionarios del Ministerio de Planificación Federal han debido dar explicaciones –nunca completas– sobre hechos oscuros que los han tenido por protagonistas ya suman demasiadas como para que todo sea una casualidad o el producto de la mala suerte que llevó a concentrar en esa cartera a gente con una manifiesta inclinación a la ilegalidad.
Claudio Uberti debió haber sido el embajador argentino en Caracas. Ésa era la intención de Julio De Vido. Un pedido de género hecho expresamente por Hugo Chavéz terminó por llevar allí a la residente del edificio Kavanagh y ex sindicalista del gremio de los aeronavegantes, Alicia Castro. Es evidente que la pasión por todo lo que tenga que ver con los aviones viene de hace rato en la relación entre Venezuela y la Argentina.
Aun así, Uberti desempeñó una tarea de embajador de hecho, tendiendo con Caracas los hilos de una relación privilegiada, la única con la que cuenta la Argentina en el ámbito internacional y de la cual nadie conoce lo suficiente.
El día de la llegada del Cesna al Aeropuerto de Buenos Aires, Uberti intentó hacer valer su condición de funcionario para salvar el episodio con el venezolano Antonini Wilson. Refirió el nombre del ministro de su cartera ante las autoridades que intervenían y profirió alguna que otra amenaza. De Vido y ambos Fernández intentaron hacerle creer a la gente que Wilson había abordado el avión “porque vio luz y entró” y que sus ocasionales compañeros de viaje lo dejaron subir con una valija cuyo contenido nadie conocía porque todos iban para Buenos Aires, como si el venezolano hubiera estado haciendo dedo en el cordón de alguna nube que esa noche adornaba el cielo bolivariano.
¿Qué hacían Exequiel Espinosa –el vicepresidente de Enarsa–, Uberti y una enigmática señorita en Caracas y volviendo a la Argentina en el medio de la noche en compañía de cuatro venezolanos, uno de los cuales era un desconocido total que trasportaba 800.000 dólares en una valija? ¿Por qué Uberti y Espinosa no tomaron un avión de línea? ¿Por qué comprometer al erario público en el alquiler de un avión para cubrir un trayecto incluido en el itinerario de los vuelos regulares de compañías comerciales?
El Gobierno le solicitó la renuncia al “señor de los peajes” porque lo consideró “el capitán” de aquel equipo. No hizo lo mismo con Espinosa. La jueza en cuyo juzgado recayó el caso renunció a su tratamiento alegando motivos de “decoro” porque la Aduana la responsabilizó de que Wilson saliera del país sin dar explicaciones. A su vez, el venezolano dejó aquí todo el dinero, aunque la tibia tipificación que la Argentina le dio al hecho –“infracción administrativa” (que se pena con una multa del 50% del dinero incautado)– le hubiera dado derecho a reclamar la mitad de lo que trajo. Sin embargo, Wilson decidió donar la pequeña fortuna de 400.000 dólares al fisco argentino sin chistar, como si el haberla ganado no le hubiera costado esfuerzo alguno.
Algo huele horrible en todo esto. La técnica de redoblar la apuesta, es decir, salir a reclamar el aplauso público “porque ahora los controles funcionan” y “porque este gobierno combate la corrupción” no resiste el menor análisis. Un gobierno no debe combatir la corrupción, no debe producirla. Si en un esporádico caso un funcionario puntual decide robar o estafar haciendo uso de su posición en el aparato del Estado, sí deberá echarlo y someterlo al proceso que corresponda. Pero cuando una repetición de hechos da la idea de una frecuencia sistemática en la comisión de estos delitos, el gobierno no puede escudarse en decir: “ahora la corrupción se combate”. Mientras pronuncia esas palabras, la sociedad no puede menos que pensar que una desgracia imprevista hizo que los hechos vieran la luz.
Durante esta administració n, la Argentina ha visto girar, en torno de hechos oscuros, los mismos nombres, las mismas usinas y personajes que responden a los mismos jefes. La idea del funcionamiento de los controles nadie la cree y muchas de esas verificaciones no funcionan, como la Unidad de Control Financiero, que debería de estar interviniendo en este caso, fue justamente alterada durante esta gestión por la aprobación de un proyecto cuya autoría pertenece nada menos que a Cristina Fernández de Kirchner.
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