jueves, 30 de diciembre de 2010
POR HORAS
Por Silvana Melo
(APe).- Es como un cuchillo que se le clava en la cintura del lado derecho. Cada vez que se dobla en L para levantar el trapo de piso. O cuando la escoba se le resiste en ese remar en ningún río, que no va a ninguna parte. Es que ya está bordeando los 60 y tiene los huesos gastados. Tenía trece o catorce cuando golpeó por primera vez la puerta de la patrona. Que la miró desde arriba y una de sus razones era incontrastable: ella todavía no había crecido lo suficiente. Después -hasta hoy, cuando las bisagras de sus rodillas ya rechinan de herrumbre- no paró nunca. Salvo cuando parió a sus hijos, vacaciones de prepo donde no entró ni el centavo para el almuerzo. Y tuvo que pedir, con esa mixtura extraña de enojo y tristeza con que se emborracha su dignidad en estos casos.
Su historia es tan larga como el dolor del ciático, que le nace en la cadera y termina en la planta del pie. Primero migró de su pueblito fronterizo de Salta para correrse a la capital. Llevaba la cara morena y sus ojos eran una línea oscura y brillante. En la frontera no hay diferencias: la piel, la cintura y la resignación suelen ser las mismas de un lado o del otro.
FTE: PELOTA DE TRAPO
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