jueves, 24 de marzo de 2011

LOS INSENSATOS


La temeridad de los insensatos

por Alberto Medina Méndez

Que los vividores del sistema estén alineados detrás de la ideología preponderante, se puede intentar entender. Que los financiadores de la fiesta, aplaudan, validen y hasta se convenzan de que esto es lo correcto, preocupa y mucho. Es que parece que hemos perdido el norte. Si realmente los que sostienen esta parodia creen que ser esquilmados es lo adecuado, que ser saqueados tiene algún tipo de justificación moral, y que el único problema que debemos enfrentar es evitar que se corrompa el procedimiento, el destino de los fondos, la transparencia del gasto, estamos realmente en problemas.

El reino de la insensatez se ha instalado entre nosotros. Los productores, los que generan riqueza, los creadores siguen esmerándose día a día, utilizando más de la mitad de sus energías en vencer los escollos que propone el sistema con burocracias interminables, impedimentos sin sentido, requisitos ridículos y una verdadera sinfonía de retorcidas ideas que encuentran amparo en insólitos derechos y bondadosas ideas que colocan al emprendedor en el papel de ogro, y al funcionario como el garante de las más tiernas intenciones sociales.

Es paradójico, los que generan riqueza son los malos, y los que no producen nada son los buenos. Los que no son capaces de crear una sola idea, de multiplicar bienes, de ofrecer oportunidades genuinas, controlan a los que consiguen hacer girar la rueda del mundo. Y lo inconcebible, es que esa visión tiene aceptación social masiva. Los creadores deben ser controlados según esta tortuosa mirada y los que sólo contemplan, ser los merecedores beneficiarios de estos esfuerzos.

Los que corren riesgos, los que comprometen su tiempo, inteligencia y patrimonio, parecen tener la obligación de hacerlo, como una especie de mandato social por el cual es su deber, y no hacerlo es inmoral.

En “La Rebelión de Atlas”, una de las obras más extraordinarias de Ayn Rand, se plantea ese escenario en el que los creadores, los intelectuales, los que producen deciden medir sus fuerzas y demostrarle al mundo la importancia de su rol en una sociedad libre. Esta novela es reveladora y pone de manifiesto algo demasiado evidente, que sigue siendo refutado sin argumentos sólidos que puedan confrontar la idea central.

Todavía hay gente en este planeta que cree que el enemigo está allí, que se trata de controlar al despiadado emprendedor, que es loable su esfuerzo cuando es chico, pero que debe ser depredado si se le ocurre crecer.

El mundo parece suicidarse detrás de esas ideas. Es como si no comprendiera que el progreso de la humanidad viene de la mano de esas mentes creativas, de la invención, de los innovadores, de los trasgresores que se animaron a pensar distinto y no de los iguales, de los que esperan ser contenidos y soportados por una sociedad que les debe favores para incluirlos como consigna moral.

Pero la cobardía de los intelectuales, la claudicación de los principios, el temor a la intimidación del aparato estatal que supimos crear, durante décadas, está amedrentando a los mejores.

Detrás de discursos incorrectos, ideas inadecuadas y una retórica simplista, se ha engendrado un monstruo, que se ha vuelto clara y predeciblemente en contra. Era obvio que esto sucedería, pero no lo vieron venir. Sin embargo, muchos no despiertan. Siguen creyendo que pueden alimentar al esperpento estatal, sin que se los devore. Sólo se trata de tiempo. Más tarde o más temprano, serán la próxima colación de esta bestia.

Hoy ya lo está haciendo. Se queda con una parte significativa de su esfuerzo, vía impuestos más toda la maquinaria de intrincados instrumentos que ha inventado para esquilmarlos a diario. Pero no se conforma con ello, se sigue nutriendo, ya no sólo de recursos económicos, sino que ahora va por las libertades y se las quita una a una, para que no sea perceptible, para limitar su espacio, diciéndole que puede hacer y que no, dictando una nueva moral en la que libertad es mala palabra.

Esta nueva ideología, dominante por cierto, está avanzando rápidamente, indicándonos que lo nuestro no es nuestro, que lo que creemos que tenemos está a préstamo, es sólo una concesión temporaria. Ni siquiera somos dueños de nuestro cuerpo, sólo podemos usarlo, en tanto y en cuanto lo hagamos de acuerdo a los códigos morales que ellos imponen.

Los creadores, los productores, los que generan ideas y recursos, están perdiendo la batalla. Ya no sólo se están resignando, renunciando a sus principios, aceptando mansamente los atropellos cotidianos, cediendo sus recursos, tiempo y creatividad para alimentar a los que nada hacen más que saquearlos, sino que además ahora los vitorean y los votan, validando su peligroso discurso.

Algunos lo hacen sin darse cuenta, con alguna cuota de ingenuidad. En el camino ya han arriado sus banderas. Otros, que se creen muy inteligentes, suponen que podrán domar la fiera, que siendo su aliado circunstancial nunca les llegará el turno. Se equivocan.

Es posible que ellos no terminen pagando los platos rotos, pero están condenando inexorablemente a sus hijos a ser triturados por un sistema que ellos mismos cooperaron en engendrar, engordar y fortalecer hasta el cansancio. Son cómplices necesarios.

La inercia no se interrumpe así nomás. Se precisan valientes, gente dispuesta a inmolarse para que esto cambie de rumbo. No parece una propuesta muy atractiva. Se trata de una elección, personal, intransferible, muy difícil. Podemos elegir sin dudas. El status quo, la indiferencia, es una posibilidad, más que cómoda. Pero no es gratis, tiene precio. Y uno muy alto, por cierto. Nuestro futuro y el de nuestros hijos, está en juego. Podemos elegir. O lo hacemos ahora, o definitivamente condenaremos a las nuevas generaciones a pagar esos costos multiplicados. Estamos frente a un dilema moral. Nuestro bienestar actual es una posibilidad, la más placentera sin dudas. Lo otro es hacer lo correcto. La fotografía del presente, muestra que, hasta ahora, ha primado la temeridad de los insensatos.

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