sábado, 19 de noviembre de 2016

MOCHILA

La tiranía de lo políticamente correcto Rogelio López Guillemain Durante décadas, las escuelas, las universidades y los medios de comunicación han instalado en el subconsciente de los individuos una serie de conceptos que delimitan el espacio en el que uno puede pensar; fijando la demarcación de lo políticamente correcto. Lo brillante de este límite invisible, ambiguo y vago de nuestro pensamiento es que no se puede identificar con claridad, por lo tanto, no se puede cuestionar. Pero además, tiene otra característica sobresaliente, el guardia que cuida que ningún pensamiento salga de ese límite, es el propio prisionero. Brillante porque no hay en el mundo nada más efectivo para esclavizar al hombre, que esclavizar su mente, nada más efectivo que convertirlo a él mismo en su propio custodio; custodio que no precisa usar la violencia física para mantenerse como su propio prisionero, las cadenas que usa se llaman autocensura. Dos son los principales pilares sobre los que se asienta esta estructura. El relativismo moral y el bien social. Y los cimientos sobre los que estos pilares descansan son: el sentimiento de culpa y el confort. El primero nos limita en la capacidad de emitir juicios morales propios y firmes; el miedo a ser tildado como discriminador y extremista, termina produciendo una moral gris, donde lo bueno y lo malo pierden sus límites hasta confundirse el uno con el otro. Es tal la confusión, que incluso se relativiza la verdad y la realidad, ¿quién no escuchó decir “cada cual tiene su verdad y su realidad”? o sino ¿”Quién es usted para juzgar a otro”? Libertad, igualdad y fraternidad son los principios que le permitieron al individuo ser dueño de su destino, tener los mismos derechos que todos y respetar y ser respetado por su prójimo. Estos principios liberaron el poder creador de las personas, las hizo responsables de sus decisiones y marcó el único límite real de convivencia, el respeto. El postmodernismo entendió que estos principios eran imbatibles y con un giro dialéctico, maquiavélicamente brillante, invirtió el orden de los mismos; hecho que parece un ingenuo descuido, pero que dista mucho de serlo. La fraternidad como primer principio, supedita al hombre a los intereses de la sociedad y como la sociedad es una entidad abstracta que no tiene intereses per se, el puñado de burócratas gobernantes “definen” cuáles son esos intereses, pues son ellos y solo ellos los capaces de “saber” cuál es el bien común. Para poder alcanzar esa fraternidad, ese bien común, que no es otra cosa que el que todos seamos hombres comunes, sin peores ni sobresalientes; debemos hacer que todos seamos iguales. Suena muy bien ¿No? Todos iguales suena, incluso, hasta justo. ¿Y cómo alcanzamos está igualdad platónica? Simple, poniéndole una mochila más pesada al más fuerte, atándole los pies al más rápido, limitando con la currícula de la educación al más inteligente, exigiéndole más a los mejores y más esforzados para que ayuden a sus hermanos. Le quitamos la libertad de levantar el peso que ellos quieran, la libertad de correr tan rápido como puedan, la libertad de pensar y crear tanto como ellos sean capaces.

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