Secundario reprobado
Por Omar López Mato
El reciente fracaso de nuestros alumnos en una prueba internacional de ciencias, donde obtuvieron el puesto nº 53 de 57 países participantes, es sólo un pálido reflejo de la decadencia educativa argentina. Esta escueta noticia que pasará desapercibida para muchos es doblemente preocupante por mostrar a las claras el fracaso de las políticas educativas y el incierto futuro que nos espera como país.
La crisis de la educación compete justamente a la formación secundaria. Terminar la primaria hoy día es sólo crear semianalfabetos. Para ser competitivos es imprescindible pasar a una educación secundaria. En la universidad con toda la gama de posibilidades privadas y públicas es difícil dar un diagnostico certero.
Además en gran parte la formación terciaria depende de la “garra” que ponga el interesado. Pero la secundaria ofrece un dilema que aun las autoridades y los padres no han podido dilucidar. Nadie tiene bien claro cual es la finalidad de la secundaria cosa que si tenían en claro los docentes de antes, cuando la universidad era un lugar para pocos.
Entonces se los educaba para afrontar la vida en general y los requerimientos laborales en particular (se formaban técnicos, peritos mercantiles, etc). Pero ese concepto se ha diluido, y con él la dirección que debía imponerse a los educandos. Perdido el norte, todos navegan sin destino y los adolescentes aprovechan las circunstancias para convertir a esta etapa en la formación en un largo preparativo para el viaje de egresados (la feliz frase no es mía, sino del ex ministro Filmus).
Obligado a elegir una causa de nuestra decadencia, me tienta escoger este desconcierto docente como razón del desastre. Las antiguas maestras sabían hacia donde ir, qué querían trasmitir, qué valores estimular y cuáles debían ser castigados (aunque estuviésemos o no de acuerdo, lo importante es la convicción con la que se da al mensaje).
Los docentes de hoy trasladan sus incertidumbres a las aulas y contagian a sus alumnos esa desazón con la que encaran la vida, sin saber bien hacia dónde ir. Trasmiten desconcierto y cosechan indolencia cuando para educar, siempre es imprescindible alumbrar una esperanza. De no existir una ilusión, el mundo se convierte en un lugar que nadie quiere y del que todos se evaden de la forma que pueden.
La secundaria, vista como un paso intermedio de un proceso superior y no como un fin en sí mismo, pierde su sentido culturizante y socializante. Los adultos no saben para qué enseñan, y los jóvenes no están interesados en la cultura de sus mayores, a la que no ven aplicación en el mundo que les tocará vivir.
Desorientados, los adultos pierden la batalle ante el obstinado desinterés de los jóvenes. Enfrentados en las aulas, muchos docentes no tienen clara cuál es su última función ¿educar a los jóvenes? Pero ¿para qué? ¿con qué? Y ¿cómo? El secundario se ha convertido en un trámite para el añorado viaje de egresados. Los docentes bajan entonces los umbrales y mantienen una incómoda convivencia con el alumnado.
Aprovechando esta falta de intromisión los adolescentes tratan de pasar estos años lo mejor posible, volando bajito, con lo justo para alcanzar el mágico seis que les permitirá pasar de año.
En caso de no aprobar podrán rendir un repechaje y nuevas valoraciones en diciembre, marzo, junio y finalmente serán aprobados por la indulgencia del profesor, que pone a salvo su pellejo, porque si no vienen los padres del borrico y le arman un escandalete de aquellos. Indagados los padres sobre el tema que sus hijos ignoran en forma tan persistente, lo más probable es que ellos tampoco lo conozcan “¡Miren las cosas que se le ocurre preguntar!”, exclaman airados.
El festivo deterioro del Pellegrini es otro preclaro ejemplo de lo que pasa en nuestra educación, manejada sin convicciones ni direccionamiento. De nuestra impavidez nace el desorden y estas son las consecuencias que hoy cosechamos.
Si el secundario dejase de ser un proceso intermedio y fuese un fin en sí mismo, un objeto que mereciese ser valorado como un todo necesario para acceder a una educación superior (al igual que en Chile, donde preclasifica para el acceso a la universidad) , podríamos recuperar algunos principios rectores y algo de la autoestima perdida del docente.
Al no trasmitir convicciones y esperanzas de algo mejor para la juventud, sólo les estamos dando a los jóvenes otra excusa más para navegar cómodamente en un mar de imprecisiones, donde docentes y alumnos se pierden por igual.
Nota extraída de “Viviendo en el país de Nunca Jamás” de Omar López Mato
omarlopezmato@ gmail.com
Gentileza de OLMO EDICIONES en exclusiva para NOTIAR
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