viernes, 27 de febrero de 2009

SINCERANDO PRIORIDADES




Por Alberto Medina Méndez

Los seres humanos tenemos una marcada inclinación a establecer discursos que luego no se reflejan en la acción. Casi cualquiera de nosotros nombraría en su lista de prioridades a la familia, los hijos, la pareja, la salud, la educación, lo social, lo espiritual o hasta las finanzas. El orden es opinable, pero la lista rondaría estas cuestiones.

Stephen Covey sugiere en su libro "Primero lo primero" y en otros posteriores de su autoría, que una vez que se aclaran las prioridades, uno puede establecer un alineamiento entre esas aspiraciones y su accionar cotidiano.

De esa manera, se puede asignar tiempo siguiendo esos parámetros. Lo que pasa es que lo que resulta complejo es sincerar esas prioridades. Lo que decimos no siempre es lo que sentimos. A veces decimos lo que creemos que otros esperan que digamos, cuando en realidad eso no se ajusta a nuestra más profunda convicción.

Vemos a diario como ese discurso que se enrola en lo "políticamente correcto", tiene poco que ver con lo que nos sucede. Decimos, recitamos, nos llenamos la boca, hablando de nuestras supuestas "prioridades". Luego todo eso cae en saco roto.

La realidad es que los seres humanos somos esencialmente contradictorios. Decimos que nuestras prioridades son unas, pero nuestras acciones reflejan otra cosa. Todos recitamos lo que creemos que es correcto, lo que entendemos son los valores sociales instalados, en definitiva, lo que les gustaría escuchar al resto de la comunidad.

En esa nómina, siempre, las cuestiones sociales dicen ser parte de esa preocupación que la gente manifiesta. Después de todo, nadie se animaría a decir que no le importa la sociedad, lo que nos pasa o que los problemas compartidos le resultan indiferentes.

Por eso es habitual escuchar decir a mucha gente, que le importa lo que le pasa a su sociedad, a su familia y fundamentalmente a sus hijos. Lo cierto es que demasiada gente se toma mucho tiempo para despotricar en una mesa de café con amigos, o compartiendo la mesa familiar. Se invierten horas accediendo a la información que proponen los medios de comunicación, gráficos, digitales, televisivos y radiales que aportan lo suyo, para luego pasarnos días enteros lamentando cada mala noticia. Se reenvían correos electrónicos que cuentan las andanzas de ciertos políticos, se explayan sobre la secuencia de sus decisiones equivocadas y sobre el modo en el que influyen negativamente en nuestras vidas.

Sin embargo, nos quedamos en eso, nos desangramos en la anécdota, solo sabemos gastar horas en decir que todo nos preocupa, pero no estamos realmente dispuestos a hacer algo para que esa historia se modifique.

Preferimos la comodidad de la inacción. Después de todo, es menos esforzado enojarnos con los que se decidieron a hacer algo. Ellos, lo hacen muy mal, han elegido ser protagonistas y sus resultados son un espanto. Pero lo han logrado por la existencia de miles de personas, como nosotros, que preferimos la pasividad, la patética posición de espectador, esa que además de indigna termina siendo cómplice de lo que nos ocurre.

Los inmorales, los corruptos, los inútiles, no podrían detentar el poder sin esta actitud colaboracionista de tantos ciudadanos que han optado por tener un discurso de ciudadanos y no ajustar sus acciones a eso que tanto declaman a viva voz.

Resulta demasiado evidente. Cuando llega el momento de accionar, se privilegian otras cuestiones. Nadie dice que sea fácil. Muy por el contrario, se trata de vencer una inercia propia de la especie humana. La desidia, la abulia, la apatía, son algunas expresiones de eso que se ha convertido en un deporte nacional. No hacer nada, no participar, solo quejarnos, es el juego que hemos elegido jugar.

Animarse a cambiar el rumbo no es tarea sencilla. Pero que sería de la humanidad sin desafíos, sin la lucha por las utopías, sin el estímulo que produce lo complejo, lo casi imposible.

Pedimos a los demás coherencia. Pretendemos que sus discursos estén alineados con su acción y vivimos recriminando a OTROS por esas contradicciones. Sin embargo, nos cuesta horrores visualizar claramente idénticas actitudes en nosotros mismos.

En lo social, la inmensa mayoría de la gente, dice estar preocupada por los problemas de la sociedad, aborrece la política, detesta las decisiones de los poderosos y es consciente de que sus arbitrarias posturas lo impactan más de la cuenta en lo cotidiano.

A casi todos nos molesta, la pobreza, la inseguridad, la injusticia. Renegamos contra tantas cosas. La lista sería casi interminable. Creemos que la sociedad debería ser diferente, que muchos hacen las cosas mal y que pocos se ponen las pilas para hacer las cosas correctas.

Pero debemos sincerarnos. Tenemos que animarnos a blanquear, como individuos que somos, que precio estamos dispuestos a pagar para cambiar la historia. Si efectivamente esto NO nos importa, pues entonces debemos asumir que esto que conocemos seguirá igual, o tal vez hasta empeore.

Si por el contrario, creemos que realmente nos interesa lo que nos pasa, tal vez debamos revisar como estamos asignando nuestro tiempo. Probablemente sea interesante que intentemos dedicarle algo de tiempo, al futuro de nuestros hijos y probablemente tambien al nuestro.

Lo importante es que podamos ser suficientemente honestos con nosotros mismos. No se trata de seguir en la queja reiterada, sino de que hagamos algo al respecto. La revolución es posible, pero precisa de mucha gente que sea capaz de hacer algo más que dejarse vencer por los acontecimientos con resignación.

Tal vez esta sea la oportunidad de abandonar los discursos, dejar los reclamos de lado y pasar a la acción. Para ello, hay que dar el primer paso. Probablemente sea tiempo de ir sincerando prioridades.

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