martes, 14 de diciembre de 2010

ENTRE LA ESPADA Y LA PARED




Los habitantes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires no saben si les conviene defender su derecho a elegir sus autoridades o si es mejor volver a ser ciudadanos de segunda a quienes el presidente les impone un jefe inmediato.

Por Carlos Mira

Los engendros terminan mal. Y el status jurídico de la Ciudad de Buenos Aires es eso, un engendro. Cuando se aprobó en el Congreso la ley de Autonomía, el senador Cafiero introdujo la salvedad de poner fuera de la jurisdicción del Jefe de Gobierno el control de la policía. La ley que lleva su nombre establece que la seguridad metropolitana seguirá siendo un resorte federal. El mismo tipo de restricción se puso para los transportes y el puerto.

Los sucesivos jefes porteños aceptaron un cargo que combina todas las desventajas con ninguna de las ventajas. Deben poner la cara frente a vecinos poco anoticiados de los recovecos institucionales del distrito para los que “el Jefe es el Jefe” y si las cosas no se arreglan “es culpa del Jefe”; quedan como “llorones” porque frente los problemas importantes de los vecinos tienen que salir a pedir ayuda al gobierno federal, dado que sus resortes legales no les alcanzan para dar soluciones (aunque es difícil que los vecinos justiprecien esos impedimentos legales del Jefe)… En fin, realmente, hay que tener ganas de postularse a Jefe de Gobierno de la Capital.

Todas estas estrecheces se agigantan cuando el Jefe y el titular del Ejecutivo nacional pertenecen a partidos distintos. El reinado de la chicana política de un lado y otro tiene como victimas a los vecinos de la Ciudad que, a esa hora, darían oro por volver a ser una dependencia federal a cargo de un Intendente puesto por el presidente. En ese caso, cuando los problemas surjan y se transformen en una inquietud política, los fondos y las fuerzas federales estarán para defender a los porteños que no serán independientes, pero estarán más tranquilos.

Macri intentó romper este molde. Apoyado justamente en los problemas de seguridad conocidos por todos, hizo campaña para que el gobierno federal le cediera el control de la llamada Área Metropolitana de la Policía Federal, una fuerza de más o menos 5.000 hombres que cuesta casi $ 1000 millones de pesos. Macri quería que se derogara la Ley Cafiero y que el gobierno nacional le trasladara la policía y los fondos para pagarla. Lo máximo que logró fue anular un párrafo tangencial de aquella ley que le impedía al distrito tener una fuerza de seguridad propia. Con eso lo único que consiguió fue remover una prohibición, pero no tuvo ni la policía ni la plata. Si quería ser el jefe de una policía metropolitana debería crearla y cobrársela a sus vecinos.

A pesar de que Macri aceptó el desafío y se puso a organizar la “Metropolitana” (con todos los contratiempos que ya se conocen, desde Ciro James hasta Villa Soldati), quedó claro que, al menos durante un prolongado tiempo inicial, las cuestiones gruesas de la seguridad y del delito en la ciudad seguirían estando bajo vigilancia de la Policía Federal por la sencilla razón de que la organización de una fuerza propia requiere tiempo y no está lista para luchar contra el crimen de un momento para otro.

Llevando al extremo la argumentación del duo Alak-Fernández (“lo se Soldati no es una cuestión nuestra”) el mismísimo día en que se le permitió a la ciudad tener su propia policía, el gobierno nacional debió haber retirado a la Federal de las calles y todas las cuestiones de seguridad deberían haber pasado a manos de la aun inexistente fuerza local. Está más que claro que además de no suceder, eso habría sido de imposible cumplimiento. Hubiera sido directamente implanteable.

Aceptado que la policía local es aún una fuerza de apoyo, en formación y de participación en hechos menores, pero que los casos graves de seguridad, de mantenimiento del orden público y de garantías ciudadanas siguen siendo, por razones obvias, resortes de la Policía Federal, el retiro de esta fuerza del Parque Indoamericano es una muestra de una irresponsabilidad política y de un cinismo de tal magnitud que raya en lo inexplicable.

Dejar en la orfandad a barrios enteros de la ciudad, a ciudadanos honestos en manos de barras de delincuentes para hacer hocicar a un adversario político al precio del riesgo de vidas y de daños graves en la propiedad pública y privada es una canallada que no tiene precio.

Los ciudadanos de Buenos Aires están hoy entre la espada y la pared. No saben si defender su derecho a elegir sus autoridades -por más que su ciudad sirva de asiento al gobierno federal-, o si volver a ser ciudadanos de segunda a quienes el presidente les impone un jefe inmediato que, sin embargo, siempre contará con la ayuda de los dioses, cuando sus vidas y sus bienes estén en peligro.

No hay comentarios: