jueves, 10 de noviembre de 2011

LOS FACHOS KIRCHNERISTAS


La reelección triunfal de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner debería haber convencido a sus partidarios de que no tendrán que preocuparse demasiado por las críticas mediáticas a su gestión, ya que apenas incidieron en el resultado, pero parecería que por lo menos algunos quisieran aprovechar lo que toman por una oportunidad para castigar, en nombre del "pueblo", a quienes se resisten a plegarse al "proyecto" oficialista, de ahí aquel episodio alarmante en el patio de la Universidad de Palermo donde, la semana pasada, tres periodistas bien conocidos, Jorge Lanata, Gabriel Michi y Magdalena Ruiz Guiñazú, sufrieron la agresión de sujetos anónimos que les tiraron piedras desde el balcón de un edificio vecino, acusándolos de ser empleados de Clarín. Si no fuera por el clima de intolerancia que se ha instalado en el país, el incidente no hubiera motivado mucha preocupación, ya que cualquiera puede encontrarse en una situación similar, pero sucede que últimamente han proliferado los ataques de "militantes" periodísticos que, con el aval de sectores del gobierno nacional, se ensañan con quienes a su juicio se han vendido a "las corporaciones" supuestamente encabezadas por Héctor Magnetto, el CEO del matutino porteño que para los kirchneristas más fanatizados encarna el mal. Así, pues, hay motivos para temer que, so pretexto de que todos aquellos que no comulgan con el kirchnerismo están forzosamente al servicio de intereses inconfesables y participan de una "campaña antiargentina", personajes que se sienten apoyados por el poder político estén por intensificar la ofensiva contra los disidentes, empresa en que ya han empleado afiches callejeros, escraches, programas televisivos subsidiados por el gobierno en que los réprobos por el oficialismo son denigrados y así por el estilo.

Aunque integrantes del gobierno han adquirido la costumbre de aludir despectivamente en público a periodistas determinados, les convendría condenar sin ambages los actos de agresión perpetrados por quienes se creen militantes de la causa kirchnerista. Si se niegan a hacerlo, los violentos darán por descontado que cuentan con el apoyo decidido de un gobierno "hegemónico", con el resultado de que se multiplicarían los ataques y, tal vez, los contraataques, lo que por cierto no beneficiaría en absoluto a la presidenta Cristina, quien con toda seguridad no quiere verse incluida entre los enemigos de la libertad de expresión. Como crítica ella misma del "pensamiento único" de otro signo, entenderá muy bien que hay una diferencia muy grande entre los debates vigorosos que son típicos de sociedades sanas y pluralistas por un lado y, por el otro, la apariencia de unanimidad que suele darse en países con regímenes autoritarios. De confiar el gobierno en su propia "verdad", no necesitará contar con la ayuda de matones resueltos a intimidar a quienes piensan distinto, pero por desgracia parece reacio a desautorizar a los convencidos de que la mejor manera de ganar un argumento consiste en amedrentar al adversario.

En todos los países del mundo abundan los individuos de mentalidad fascista, pero en las grandes democracias los miembros de la clase política saben cerrar filas automáticamente para mantenerlos marginados. Aquí, en cambio, funcionarios del gobierno nacional los creen útiles y por lo tanto les suministran recursos económicos para costear sus campañas propagandísticas, además de aprovechar el manejo del dinero aportado por los contribuyentes para subsidiar un creciente imperio mediático oficialista que los ayuda no sólo a informarnos de las bondades de la gestión de Cristina, sino también a atacar con virulencia a los que no la aprueban con el fervor que suponen apropiado. Se trata de una consecuencia acaso previsible del apego notorio de la presidenta a la teoría del relato, según la cual importa más la interpretación de la realidad que la realidad misma. A menos que la mandataria actúe pronto para disciplinar a aquellos militantes que se han convencido de que aquel 54% de los votos les da el derecho a reprimir a los disidentes por los medios que fueren, el país no tardará en recaer en una situación parecida a la imperante cuando el primer gobierno del general Juan Domingo Perón hacía gala de su desprecio absoluto por la libertad de expresión.

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