martes, 1 de junio de 2010

ALTA EN EL CIELO



Por Omar López Mato
¿Qué es la Patria? Nos preguntamos mientras el celeste y blanco invade cada porción de las plazas y de las calles del país. Vale preguntárselo en medio de este fervor patriótico que ha brotado espontáneamente, sin fútbol o proeza deportiva de por medio.

Quizás sea una obviedad decir que la patria es la tierra de nuestros mayores, (de allí viene la etimología: “Tierra de nuestros padres”), consigna que la enorme cantidad de argentinos, hijos y nietos de inmigrantes, no estamos en condiciones de suscribir. Fuimos nosotros los forzosos herederos de las desventuras económicas de otros países, que obligaron el forzado exilio de nuestros ancestros.

El afecto a la patria nace entonces por otras causas emocionales, por la búsqueda de este “Crisol de Razas”, para construir una identidad común la necesidad intrínseca de todo ser humano de tener un grupo de pertenencia.

Patria es ,entonces, el lugar común en donde abrevan nuestros recuerdos, la historia íntima que nos hace reconocernos como argentinos, un código secreto que incluye el tango y la “Percanta que me amuraste”, los asados pantagruélicos, las pastas del domingo, que no podemos comer sin queso rallado, al igual que no podemos dejar de ponerle limón a la milanesa, o untar cuanto pan, galletita o panqueque que se cruce por nuestro camino, con montañas de dulce de leche.

La argenitinidad nace en los actos del colegio, en cantar “Aurora” mientras se iza la bandera durante las gélidas mañanas de nuestra niñez, entonar el himno, y escuchar el paso redoblado de los invasores, que avanzan hacia el histórico convento, y ese morir contento al batir al enemigo, aunque el negro Cabral no haya sido entonces sargento y se haya desangrado puteando a los Godos en guaraní.

Armamos una historia almibarada, para permitir que los hijos de los gringos y gallegos supieran quienes eran los próceres que habían forjado esta nación, para abrazar a todos los hombres de buena voluntad. Después el cuentito se convirtió en la historia oficial.

Era inevitable que surgiera el mito de las cintas celeste y blancas de French y Berutti, más ocupados en evitar que los españoles ingresen al Cabildo, que en estar mirando al cielo en búsqueda de símbolos de una patria que aún era un mal pensamiento. Nacemos con la leyenda del “Santo de la Espada”, del general que murió pobre y la dama buena, que es muy generosa con los dineros de los contribuyentes.

Quién, sino uno auténtico argentino, sabe que Febo asoma para darle más trabajo al zapatero.

Ser argentino es haberse pintado la cara con corcho quemado, para hacer de negro en tiempos de la Colonia, vendiendo empanadas calientes y mazamorra. Es haber bailado el carnavalito, el gato, el malambo y la chacarera, vestido de gaucho for export, ya que la única vaca conocida por los niños de ciudad, era la convertida en bife o el Gran Campeón visto en alguna visita a la Rural.

Por todo esto es tan importante para estas autoridades distorsionar nuestra historia de la mano de historiadores Progre que juzgan a las personas por parámetros ajenos al tiempo que le tocaron vivir. ¿Podemos descalificar a Álzaga por ser negrero?

La esclavitud era entonces un negocio legal y lo había sido desde que el mundo era mundo, y lo fue hasta fines del siglo XIX. ¿Podemos descalificar a Rivadavia, por querer traer un príncipe español para regir nuestros destinos? Entonces todo el mundo era monárquico, a excepción de Suiza y Estados Unidos. La palabra “republicano”, sonaba a desastre después de la Revolución Francesa.

Enseñar la historia es tratar de hacer entender como se pensaba y se sentía en ese contexto. Es saber que creían y qué leían los que condujeron nuestros destinos, y no juzgarlos a la luz de las modas actuales o las perspectivas políticas que imperan en nuestros tiempos.

¿Había fraude en 1910? Por supuesto que lo había, al igual que el “5 dollar vote” de los americanos o la compra de escaños en el Parlamento inglés.

¿Había injusticia social en tiempo del “Centenario”? Si la había, los derechos de los trabajadores recién se planteaban como un tema a discutir, pero entonces existía una movilidad social, que le permitió a un niño vendedor de empanadas en Jujuy ser Presidente de la República, como lo fue Victorino de la Plaza. La Argentina gozaba de una transferencia social que les dio la posibilidad a nuestros abuelos de crearse un futuro y educar a sus hijos para cumplir el sueño de “m’hijo el dotor”. Por eso eligieron a este país.

Hoy ¿existe esa posibilidad o solo se puede acceder a ella pateando con precisión una pelota de fútbol? El fútbol, otra pasión de la argentinidad, el único fenómeno posible de exacerbar el amor a la patria. Ya no es indispensable ganar batallas como Suipacha para celebrar durante tres días, basta la contundencia de un tiro libre para aunar al pueblo argentino, más allá de banderas y partidismos.

Lo que hemos visto durante esta semana del Bicentenario es a ese pueblo que faltó en la jornada del 25 de 1810, (como dijo el síndico Leyva ¿Dónde está el pueblo?) pero que salió a las calles del 2010 para buscar su identidad nacional más allá de ideologías, aplaudiendo el paso de los soldados, agitando banderitas, escuchando misa, paseándose por puestos y exhibidores, en búsqueda de la razón que nos hace lucir con orgullo la escarapela celeste y blanca sobre el pecho.

Ser argentino es escuchar un tango en tierras lejanas y sentir un nudo en la garganta, habiendo aprendido, con la ñata contra el vidrio, esa filosofía gris, que nos enseñó que no habrá más penas ni olvido, aunque hoy quieran hacernos revolcar en un merengue de odios y rencores pasados.

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