domingo, 6 de junio de 2010

CONFUSIÓN MONÁRQUICA




Por Alberto Medina Méndez

Mayoritariamente, la humanidad ha elegido como sistema imperante a la democracia, que con sus matices y tradiciones locales, ha tomado diversas formas, pero intentando conservar su esencia. Los partidos políticos parecen ser el instrumento mas apto para ese despliegue electoral con la que se alimenta este estilo de vida.



El sistema representativo agrega esa posibilidad de tomar decisiones a través de personas a las que delegamos ciertos derechos, por algún tiempo, para que ejerzan nuestro poder ciudadano bajo determinados parámetros. En este esquema, los ciudadanos somos convocados, cada tanto, para indicar en elecciones populares, a quienes nos suplantarán a la hora de resolver sobre la administración del Estado.



No existe dirigente político alguno, que se precie de tal, que no reitere hasta el cansancio, en cada ocasión, frente a diferentes tribunas, su profunda vocación democrática y su irrevocable respeto por las instituciones republicanas. Eso no debería extrañar demasiado. Es el discurso políticamente correcto, lo que todos esperan que se diga, y por lo tanto lo que hace cualquier candidato para tener mayores oportunidades y atraer los votos que precisa para acceder al poder.



Hasta aquí todo parece lógico y normal. Sin embargo, a poco que el político asume la función para la cual se postuló, parece tirar por tierra todo lo recitado y empezar a recorrer el camino de desconocer, de modo concreto, en cada acto, la esencia misma del sistema democrático. Existe un proceso casi automático, por el cual el “elegido” se apropia de lo público, asume que fue ungido como un monarca y que, por lo tanto, es propietario de la vida y el patrimonio de sus mandantes.



Inicia, de ese modo, una espiral en la que se establece a si mismo ciertos privilegios personales que, por otro lado, los replica entre sus colaboradores como si fueran parte de una misma casta. Se trata de un fenómeno reiterado, cíclico y casi universal, que no reconoce fronteras étnicas, ideológicas, ni de niveles de educación o desarrollo. Con más o menos obscenidad, se presenta a diario de un modo ostentoso y procaz.



Es que tal vez el caudillo “ ocasional” no entendió que fue elegido como mandatario, como representante, para actuar por los ciudadanos y bajo determinadas consignas que no dependen de la ley, sino de la formación moral del que le toca en suerte ejercer la labor. Fue seleccionado entre tantos otros, por sus propuestas, por sus ideas, por su visión. Está para eso, para llevar adelante la misión que le fue encomendada y no otra.



Muchos no entienden que ese dirigente, desde el momento mismo en que obtuvo la preferencia de su sociedad, dejó de representar a un partido político, a una facción, a una parte de su comunidad. Ahora se ha integrado a la estructura estatal por el periodo que le toca, pero para trabajar por el conjunto y no por su sector ideológico.



El electorado optó por sus ideas frente a otras, pero debe hacer esa tarea con la mayor austeridad posible, sin lujos, ni privilegios, con el sentido común y el respeto de quien, está “de paso”, circunstancialmente ocupando una función para la que ha sido elegido por un tiempo establecido, y no mas que eso.



Esta de paso, a préstamo, provisoriamente, por lo tanto no puede comportarse como dueño de casa, debería hacerlo, a lo sumo, como inquilino, como mero visitante, a la que se le han asignado determinadas responsabilidades durante su estadía. Vale esto para él y para cada uno de sus colaboradores, sin distinción de rango.



Sin embargo, resulta recurrente ver, como el sufragio parece convertir a mansas versiones sonrientes y celebridades amigables, en autoritarios y discrecionales personajes que se apropian del poder como si fuera eterno, con la soberbia, la impunidad y el desparpajo de quien ha venido para quedarse.



En su despliegue cotidiano, el funcionario opera casi como por cuenta propia, hace la suya, decide a su arbitrio, y asume que el poder delegado por los ciudadanos fue, en realidad, transferido. Habrá que decir que la democracia representativa supone una delegación transitoria y no definitiva de atribuciones, que la sociedad puede reclamar, y hasta retirar, en ese ejercicio ciudadano.



Esta confusión que aparece como denominador común en tantos, al punto de marearlos y aturdirlos, y hasta hacerles meter en una coctelera a conceptos tales como Gobierno, E Estado, Partido y hasta a ellos mismos, tiene el resultado que ya conocemos. Un conjunto de hombres y mujeres, probablemente decentes los mas de ellos, que no sabe bien cuando habla por si, cuando lo hace en representación del partido, en que momento defendiendo los intereses del Estado y cuando en función de gobierno.



Ante semejante alboroto que tanto agobia, aparece el funcionario utilizando recursos públicos, de todos los ciudadanos, para actividades partidarias, políticas y personales, sin entender donde está la verdadera línea divisoria que separa esto de aquello.



Tal vez muchos, deban repasar lo que significa una democracia representativa. Tanta naturalización de lo incorrecto, tanta prerrogativa convertida en tradición cultural, y tantos “pícaros” personajes de la política, han logrado hacer una gran ensalada para que muchos ciudadanos no podamos visualizar a diario las cosas con claridad frente a este conveniente y funcional desorden que se ha instalado entre nosotros.



La próxima vez que veamos en escena a un funcionario público, no importa el rango ni la jurisdicción, no resulta relevante su carisma o su preferencia partidaria, prestemos suficiente atención. Cuando los ciudadanos aprendamos a diferenciar que no es lo mismo actuar para sí, que para el partido en el que se milita, para la función institucional que se ejerce, que para la tarea de empleado estatal que implican los cargos públicos, podremos estar en condiciones de poner las cosas en su lugar.



Cuando se actúa dentro del marco democrático, en los ámbitos públicos, resulta prudente recordar que se está haciendo uso de recursos públicos, de dinero de todos, ese que se origina en el cobro de los impuestos, en el endeudamiento irresponsable de los gobiernos de turno y en la inconveniente emisión de moneda.



En sociedades como las nuestras, la inmensa mayoría de las democracias del planeta, se convive con perversos regímenes impositivos que hacen que sean los más pobres quienes terminen siendo los principales financiadores de la creciente voracidad estatal de la partidocracia reinante.



Vivimos tiempos de un oportuno aturdimiento, ese que posibilita a los ciudadanos ser protagonistas estelares de esta apropiación de lo público por parte de quienes se sirven de los más nobles atributos de la democracia para complacer sus propios objetivos.



Lo peor de la política pretende adueñarse de todo, aprovechando el enredo conceptual del que somos cómplices, abonando, como siempre, a esta funcional “confusión monárquica".

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