martes, 1 de junio de 2010
EL CAMPO AUSENTE
EL CAMPO AUSENTE
¿Le faltó algo al bicentenario?
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Por Héctor A. Huergo
¿Le faltó algo a la fastuosa celebración del Bicentenario en Buenos Aires? No mucho. En la parafernalia de los espectáculos, solo faltó mostrar el campo. Poca cosa. Es apenas nuestra historia, nuestro presente y futuro. Desfilaron, colgando de andamios, los pretendidos íconos de la industria nacional: las heladeras Siam, el sedán Di Tella, que en la imaginación de los guionistas del espectáculo representan el embrión del desarrollo nacional.
Cien años antes de la aparición de las heladeras, la técnica del frío se instaló en la Patria para apuntalar su primer negocio histórico. Fue cuando recaló aquí “Le Frigorifique”, el primer buque frigorífico, que habilitó la posibilidad de llegar a Inglaterra con carne fresca. Abrió el primer negocio histórico para el país naciente, que se organizaba desde la Constitución Nacional para explotarlo.
Las vacas estaban. Se le habían escapado a los Adelantados, y se reprodujeron alborozadamente, al amparo de los pajonales de las pampas. Pero sin frigoríficos, el negocio se limitaba al saladero, para producir charqui o tasajo, carnes de baja calidad para esclavos del Caribe. Vacas cimarronas que no servían para otra cosa.
Llegó la tecnología. Los frigoríficos, monstruosas inversiones en los puertos de Ensenada, sobre el Riachuelo, en Rosario, o el mítico Liebig sobre el río Uruguay, construido a fines del siglo XIX por obreros y artesanos que llegaban en botes porque no había caminos. Organizamos las estancias. “Alambren, no sean bárbaros”, gritó Sarmiento. Si alambrábamos, las vacas ya no podían ir a tomar agua al arroyo. Entonces pusimos los molinos y los tanques y los bebederos.
Pero eran las mismas vacas cimarronas y los mismos pajonales. Los ingleses querían carne “posta”. Entonces trajimos a Tarquino, Virtuoso y Niágara. Los toros fundadores perpetuados en la botella de whisky nacional. Mestizamos millones de vacas criollas.
Ahora había que darles de comer, para que expresaran su potencial. Alguien tenía que sembrar la alfalfa. Trajimos a los gringos, de Italia, de España, de Suiza, de Alemania, de Dinamarca, de Rusia, de Irlanda. Los gauchos judíos de Entre Ríos, Santa Fe, la Colonia Hirsch de Carlos Casares, que tanto talento le dio al país.
Para implantar la alfalfa, había que refinar la tierra. Con trigo, maíz, cebada, lino, girasol. Como subproducto del objetivo ganadero, fuimos sin buscarlo el granero del mundo. Y la agroindustria ya acompañaba. Ahí están, testimonios vivos, las fachadas de los molinos de antaño, como el que Faena tiene en Puerto Madero. O la maltería Hudson al lado del country Abril. También están las huellas del ferrocarril, que sobrevive a pesar de nuestras barrabasadas. Industria y servicios paridos por la ganadería y los granos.
En el interior, nacían las fábricas de maquinaria. Mainero en Bell Ville tiene casi 80 años. En Sunchales, la cosechadora que diseñó Domingo Rotania (reconstruida hace pocos años a iniciativa del colega Danilo Gallay, que gestionó el aporte del alemán Helmuth Claas, líder mundial en el rubro) engalana la entrada al pueblo. Fue la primera patente mundial de cosechadora automotriz, por 1930. Y no estaba solo en el mercado de corta y trilla: cuando llegan los tiempos del fomento a la industria, en cada pueblo santafesino ya existía una fábrica. Roma nació con un arado. La agricultura funda ciudades, porque el arado estaba antes que la ciudad que hoy simboliza la cultura. Cultura es, primero, entender que venimos de la agricultura. En especial los argentinos, que además vivimos de ella.
Ni una referencia, salvo algunos compases de chacarera del Chaqueño y la Sole, que sacudieron a la multitud revelando que nuestro origen sigue vibrando en el cuerpo social de la Patria. Soledad viene de la capital de la soja. El yuyo que tampoco fue invitado al desfile y que sin embargo pagó la fiesta.
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