martes, 24 de mayo de 2011

EL DILEMA DE ALFONSÍN



http://www.notiar.com.ar/contenido/opinion/opi_12150.htm

El dilema de Alfonsín

por Ricardo Lafferriere
ricardo.lafferriere@gmail.com

La declinación del radicalismo en la política argentina tuvo un punto de inicio en el acuerdo por la reforma constitucional de 1994.

Quien esto escribe, que apoyó en ese momento la reforma siendo Senador Nacional, no puede menos que reconocer, a la luz de lo ocurrido con posterioridad a esa fecha, que su principal objetivo –la modernización de la ley fundamental desconcentrando el poder presidencial y fortaleciendo el federalismo y los derechos de las personas- no se cumplió tal como fuera el sueño de Raúl Alfonsín y el propósito de los legisladores que votamos la habilitación del proceso reformista.

Al contrario, a partir de esa fecha y violando el texto reformado, se profundizó la concentración de poder y del país, se diluyó más el federalismo y se redujeron los derechos y garantías de los ciudadanos, al someterse la independencia judicial a la Espada de Damocles de la discrecionalidad política.

Su efecto en la política cotidiana fue fatal. Las clases medias, que tradicionalmente confiaban su representación política en el radicalismo, le perdieron confianza. El viejo tronco partidario sufrió esa crisis en las elecciones posteriores, pasando del 52 % en 1983, al tercer lugar en 1995, con menos del 20 %, comenzando su disgregación. El acuerdo de 1997/9 con el FREPASO detuvo la sangría, que retornó con vigor en 2003, con la peor perfomance de la historia.

Su discurso fue un relato negador de todos los aportes modernizadores de la propia gestión alfonsinista con propuestas que atrasaban más de medio siglo. Apenas superó el 2 % del voto popular.

La recuperación del vínculo entre el radicalismo y los ciudadanos tuvo, claramente, un hito decisivo: el pronunciamiento de la mayoría de su dirigencia en momento de la lucha del campo, acompañando la importante rebelión que marcó el cambio más trascendental en la política argentina luego de 1983, consistente en la recuperación de la participación política activa de los amplios sectores medios y el fuerte reclamo federal.

Por un lapso, esos sectores medios productivos, que habían dejado de votar al radicalismo, lo vieron representar sus intereses en un momento clave de su historia, y como consecuencia de la modernización que percibieron en la actitud radical comenzó a reconstruirse un vínculo que había desaparecido.

Sin embargo, esa recuperación no sería lineal. Fue evidente que un sector dirigencial interno de innegable incidencia en el radicalismo no compartía ni comparte esa visión.

Las fuertes discusiones producidas en sus bloques legislativos con motivo del debate sobre iniciativas kirchneristas tendientes a reducir la libertad individual, absorber recursos provinciales y a avasallar derechos ciudadanos, aunque saldaron en forma afortunadamente positiva, carcomieron ese germen de confianza iniciado en 2008.

Evidenciaron, sin embargo, que al igual que en otras fuerzas políticas, en el radicalismo existe una discusión no saldada entre el pasado y el futuro.

El pasado, expresado en las burocracias políticas y clientelistas asociadas al aparato peronista del conglomerado bonaerense, y el futuro, que está fuertemente ligado a la liberación de las fuerzas modernas y a la capacidad e iniciativa transformadora de los argentinos, con base principal en los sectores medios productivos.

Esta caracterización suele intentar ocultarse tras viejos conceptos ideológicos, antiguas lealtades cruzadas y épicas de otros tiempos. Pero no lo logran, porque es un dilema que acompaña a nuestro país atándolo en su capacidad de cambio. No está mal ese debate y es innegable que en ambos hay compatriotas que creen con honestidad en su respectiva visión.

No advertirlo con claridad, sin embargo, llevará a la impotencia al momento de definir rumbos en momentos críticos alimentando los círculos viciosos periódicos –de recesión, de inflación, de devaluación, de empobrecimiento, de exclusión- y llevando a tomar medidas que profundizan las crisis en lugar de resolverlas.

Ricardo Alfonsín ha construido su discurso y su base política representando uno de esos caminos. Su realismo le ha llevado, sin embargo, como una fiel expresión del “Teorema de Baglini”, a comprender que pocas chances tiene la Argentina –y el éxito de su eventual gestión- si no se apoya en la capacidad transformadora de los productores y empresarios, de los jóvenes, los creadores y los emprendedores.

Sin ellos, la Argentina está condenada a una eterna mediocridad y a una lenta e inexorable declinación matizada por crisis violentas, como ha ocurrido en los últimos ochenta años de nuestra historia.

Pero para entusiasmarlos –para que arriesguen, inviertan, trabajen, creen, siembren, exporten, incorporen tecnología, se vinculen a las cadenas productivas globales- es imprescindible asegurarles la vigencia del estado de derecho, independencia judicial, leyes fiscales y aduaneras estables alejadas de la discrecionalidad de los funcionarios, instituciones legales y políticas estables y respeto escrupuloso a los frutos de su esfuerzo.

Exactamente lo opuesto al voluntarismo populista. Para esto no es necesario volver a inventar la pólvora. Es lo que hace el mundo entero, desde Brasil hasta China, desde Europa hasta USA, desde Chile y Paraguay hasta Sudáfrica.

En todo el mundo que crece, gobiernen comunistas como en China, socialdemócratas como en Brasil o liberales como en Chile, el debate sobre el camino populista fue dejado atrás hace tiempo, lo que obviamente no implica carecer de políticas educativas, sociales y asistenciales fuertemente inclusivas para asegurar la cohesión social, la estabilidad de los hogares y el horizonte de futuro para todos.

Justamente esas políticas son posibles si hay recursos para sostenerlas, los que sólo pueden provenir de una economía en crecimiento sustentable, fiscal, ecológica y técnicamente.

La propia superación de la pobreza y de las lacras sociales del conurbano requiere ese cambio cultural para terminar con la humillación del clientelismo y comenzar la construcción de una ciudadanía plena, inclusiva, productiva y moderna, como merecen los millones de compatriotas sometidos a las mafias, sean políticas, gremiales, piqueteras o delictivas. Alfonsín deberá elegir entre el pasado y el futuro, y sus chances de escapar al dilema son tan escasos como los de la propia Cristina Kirchner.

Su opción es de hierro: volver al discurso del 2 %, o retomar la reconstrucción del vínculo político con los ciudadanos desatada en el 2008.

El modelo autárquico llegó a su fin, suplantado por un nuevo paradigma productivo global que responde al nuevo escalón tecnológico, irreversible en cuanto incremental.

En ese paradigma, cuyo escenario es el mundo y en el que ya está nuestro país, no queda lugar para el voluntarismo o la discrecionalidad extra institucional, o para ignorar los derechos –todos- de los ciudadanos.

Y la agenda exige abordar además temas tan nuevos como el ingreso universal, la democratización de la conectividad, la revolución educativa que asegure la capacitación permanente, un nuevo diseño previsional consistente con la nueva realidad, la intolerancia con la corrupción y las complicidades delictivas “glo-cales”, la imbricación consciente con el mundo y el trabajo propositivo para crear el entramado legal de la globalización.

Pasado o futuro. Retroceder, o avanzar.

El único candidato opositor sobreviviente es alcanzado hoy por dilema trágico de la Argentina, que nos acompaña desde la jornada aciaga de 1930.

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