jueves, 5 de agosto de 2010

ASESINOS QUE ROBAN


ASESINOS QUE ROBAN

Por Julio Doello

Los argentinos no sólo inventamos la birome, el colectivo y el dulce de leche, también denotamos originalidad en otros campos. Por ejemplo, hemos sabido crear, merced a nuestra larga serie de latrocinios de superestructura, una nueva casta de delincuentes: los asesinos que roban.

Existe en la Argentina una violencia anómica, marcada por la ocasionalidad, la falta de planificación, en cuyo ejercicio los delincuentes no toman en consideración el costo- beneficio al tiempo de apretar el gatillo, como lo demuestra la larga serie de ciudadanos muertos o gravemente heridos en ocasión de robo, circunstancias que son de dominio público. De ahí el fracaso de la policía en la prevención, puesto que se parte de una falsa premisa: la racionalidad del delincuente profesional.

En tiempos del Lacho Pardo, del Loco Prieto, del Pibe Villarino, el mundo del hampa estaba sumadamente jerarquizado y tenía bases de aprendizaje bastante estructuradas. Los delincuentes profesionales se manejaban con códigos éticos no escritos que se respetaban, y hasta cultivaban un propio estilo que permitía su identificación. Eran tipos de fuerte personalidad, seguros de sí mismos, que habían elegido vivir al margen de la ley sin alegar cuestiones socioeconómicas ni déficit cultural y no se presentaban a la sociedad como víctimas de familias disfuncionales. En una palabra, eran antisociales que habían elegido libremente el camino del delito y se bancaban el destino que habían elegido. Los asaltos a los bancos solían ser limpios, sin alardes de violencia innecesaria. No se ponía el revólver en la boca de un chico para escapar de la policía. Se cuenta que, en ocasión del robo a un banco, el Lacho Pardo manifestó una conducta inusitada: una anciana, sacudida por la impresión de verlo ingresar empuñando una pistola, sufrió un desmayo y cayó redonda al suelo, la acompañaba su hija, El Lacho detuvo un momento su accionar y, al enterarse de labios de la hija que la señora estaba enferma del corazón, le preguntó si tenía la medicación encima. La hija asintió. Entonces el legendario delincuente le apuntó a un cajero con su 45 y le dijo: “Haga el favor de traer un vaso de agua para la señora…Y no me haga macanas así no tengo que matarlo”. Impensable ética del bajo mundo en la Argentina contemporánea.

También la policía tenía otros códigos. El mítico comisario Evaristo Meneses portaba fama de incorruptible y de “mano pesada” en igual proporción. Mató al Lacho Pardo en un tiroteo mano a mano en el cual ninguno de los dos dio ventajas. En los tiempos que corren Meneses estaría cumpliendo condena en Marcos Paz, en el Pabellón de Fuerzas, acusado de “gatillo fácil”, hostigado por la corriente garantista que domina el mundo jurídico, por la Correpi y por la diferentes Asociaciones de Derechos Humanos. Matar a quien nos quiere matar, hoy por hoy, no sólo acarrea la desgracia jurídica, sino que nos transforma en parias, puesto que quedamos en manos de la venganza de la familia de quien pretendió asesinarnos sin ningún tipo de protección efectiva del Estado, y encima somos calificados como burgueses despiadados por la corriente progresista que detenta el poder.

Es que por aquellos tiempos el ladrón era ladrón y el policía policía, y ambos a tiempo completo. No como ocurre hoy que el policía suele ser policía part time y, en las horas libres, socio activo o pasivo de la delincuencia a cambio de alguna prebenda económica. Asimismo el delincuente de hoy no es un profesional del delito. Es central comprender que no se dedica toda su vida al delito, sino que suele tener una ocupación legal o ser titular de algún subsidio a la pobreza, y combinar en un mismo momento, o según su situación ocupacional, actividades ilegales y legales.

Estos jóvenes que matan en ocasión de robo, bajo el estado de suspensión de la conciencia que producen las drogas que consumen justamente para “no pensar” al tiempo de apretar el gatillo, no han tenido una “capacitación” en el delito, como ocurría otrora, sino que el mundo del crimen, al igual que otros mercados de “trabajo”, ha sufrido una grave precarización como efecto de políticas económicas que no sólo han provocado privaciones sino que han ampliado los márgenes de desigualdad educativa y han impermeabilizado la estratificación social a tal grado que ha surgido un amateurismo delincuencial absolutamente escéptico, que tiene al alcance de la mano armas de tecnología sofisticada que no controlan y un temperamento tan débil que necesita de la inoculación de sustancias que anulen la conciencia para poder llevar a cabo acciones aberrantes que no se animarían a cometer de hallarse lúcidos.

Es decir que no nos dispara un adicto que nos roba para poder financiar el vicio, como erróneamente se cree, sino que nos ataca un delincuente que consume para poder robarnos presa del efecto de la anulación del miedo y la exacerbación de los instintos primarios que provoca la droga, incapaz de controlar racionalmente la situación ni hacer cálculos del costo beneficio al tiempo de asaltarnos, matando simplemente lo que odia: el gil que logra emerger y alcanzar los bienes que oferta la sociedad merced a actividades lícitas a quien percibe como su contracara.

Mientras nos siguen asesinando, sería bueno que repactáramos nuestro modo de vivir en sociedad. Y como el pez se pudre por la cabeza, resulta imprescindible que los políticos dejen de ostentar impunemente fortunas faraónicas obtenidas en el ejercicio de la función pública, que los sindicalistas se abstengan de transformarse en estancieros o en socios del Jockey Club, y que los empresarios cesen de enviar sus pingues ganancias al exterior. De esa manera se recrearía el ánimo para que la policía y la justicia se nutrieran de elemento humano vocacional, cerrando el camino a aquellos que se infiltran en la justicia o en la policía “para hacer la diferencia” y enriquecerse en medio del caos general. Y si queda tiempo, haciendo un esfuerzo de abstracción, en pos del amor por la patria y por los seres humanos, estaría copado que quienes detentan el poder resuelvan blindar sus instintos contra la tentación casi irresistible de las prebendas del narcotráfico y se decidan a aniquilar a aquellos que producen, venden y hacen circular la droga en el país, personajes a los cuales tienen perfectamente identificados. No digo que sea todo lo que hace falta hacer, pero sería un buen comienzo.

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