lunes, 2 de agosto de 2010

PALABRAS


Es un grosero e imperdonable error menoscabar a la Presidenta. Es un rasgo de primitivismo político, sobre todo ante la notable locuacidad de la jefa del Estado, que promedia no menos dos a tres discursos e intervenciones públicas por semana.

Por Pepe Eliaschev




Es una formidable oradora, hay que admitirlo, al margen del fastidio o irritación que su manera de ser suscitan en un fragmento importante de la sociedad. Para ese periodismo con el que ella tanto se ofusca, sus catilinarias son, además, bocados muy atractivos.

La Presidenta no puede y tal vez no quiera ocultar el despecho que puebla sus razonamientos. Castiga con frases como “recuerdo que en aquel momento discutimos mucho y votamos casi en soledad, como siempre”. Su “como siempre” es pura bronca. Coloca al Gobierno como permanente incomprendido y destituido.

Si habla de la evolución de la economía argentina, lo hace con una cuota fuerte de autoindulgencia. Enfatiza que en 2009 la economía argentina local decreció “producto de lo que nos venía de afuera”. No admite que cuando creció también tuvo que ver con lo “nos venía de afuera”.

Sabe manipular argumentos. Razona que “en el peor año de la economía mundial, nuestros jubilados tuvieron el año pasado un aumento del 19,88%”. Pero ese aumento en valores absolutos poco dice si no se lo evalúa a la par de la inflación, porque ese 20% ¿cómo se mide de cara a la inflación de 2009? No habla de poder adquisitivo.

El punto ciego en su retina revela un doble padecimiento: no puede prescindir de los medios periodísticos, pero simultáneamente los desprecia con inquina, obsesión que implica perpetrar gruesas mentiras. Suelta que “los diarios locales no nos dicen las noticias internacionales, para que creamos, en fin, que no pasa nada afuera, que está todo bien afuera y que está todo mal adentro”. De tan absurda, esta enormidad es cómica.

Cuando debe afrontar precisiones inexorables, desciende a un hiriente cinismo. Alude a la inflación: “cualquiera sea la medida que se tome, la del Indec, la de Clarín, la de los consultores”.

Convencida, por exceso de autoestima, de que su destreza retórica le permite no leer lo que dice, sigue el camino de las jaculatorias libres de guión patentadas por Fidel Castro y en las que se ha especializado Hugo Chávez. Sobrevienen así enormes paradojas. El día que anunciaba la mejora en las jubilaciones, y tras 1.200 palabras dedicadas a sarcasmos y chicanas, tuvo que admitir: “me había olvidado de decir que el haber mínimo actual, $ 895,20, pasa a ser $ 1.046, 50 y más el subsidio del PAMI $ 1.091,50, casi $ 1.100 para todos los jubilados y pensionados de la República Argentina”. Gastó más de 1.410 palabras antes de anunciar el incremento de las asignaciones familiares, ocupada en zamarrear al periodismo y vilipendiar a los opositores. Es que ella protagoniza performances, aun cuando comunique erráticamente.

Su cuerpo discursivo le permite comentarios que chocan brutalmente con el fornido patrimonio económico amasado por ella y su marido: “para algunos pareciera que no sé, se sientan y empollan dinero”.

En su peripecia ideológica se deleita en una retórica abusiva. Con desparpajo afirma que en la Argentina “cuando llegó el peronismo no existían los derechos sociales; existían en algunas leyes que no eran cumplidas absolutamente por nadie”. Son juicios sumarísimos, rugidos feroces que el propio Perón había abandonado años antes de su muerte en 1974.

El arsenal presidencial de mohínes y frases incluye siempre una cuota de pseudo prescindencia que es pura impostura. Tras más de siete años de gobierno, sin reconocer la prometida personería jurídica de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), comenta displicentemente que le “encantaría una Argentina, y sueño con esa Argentina, donde todos estén sindicalizados, en donde quieran, no me voy a definir por nadie, a ver si todavía entramos en cuestiones de encuadramiento y se arma un lío bárbaro; en donde quieran”. La CTA sigue sin personería.

La Presidenta padece de la vieja adicción argentina por el gigantismo mesiánico y la mirada jactanciosa para con los pueblos vecinos. Ejemplo de vanidad tóxica: “La República Argentina es hoy el país con mayor piso de seguridad social de toda América latina. (…) Tenemos un sistema de seguridad que no tienen en otras partes de nuestro continente”.

Descalifica con malabarismos dialécticos: “No se puede pasar de descontar sueldos a jubilados y pensionados a tornarse en abanderado de los derechos de los humildes, sobre todo cuando hay tan poco tiempo entre una cosa y la otra”. Alude a una medida tomada hace diez años (marzo de 2000), cuando el gobierno de la Alianza, del que formaron parte hasta el final muchos importantes funcionarios del actual gobierno, redujo el importe de las jubilaciones en una coyuntura especialmente dramática.

¿Diez años es “tan poco tiempo”? El peronismo ganó las elecciones de 1989, menos de seis años después de propiciar la autoamnistía de la dictadura militar e incendiar el féretro de Raúl Alfonsín en la 9 de Julio.

Puede ser insólita (“en enero se nos atrincheraron en el Banco Central”), rencorosa (“podría seguir contando más cosas en que tampoco nos acompañaron”) y esposa tradicional y disciplinada (“Kirchner nos vino a rescatar del infierno”). Niega demagógicamente las responsabilidades nacionales (“los argentinos hemos sido empujados a odios y sentimientos que en realidad no se correspondían con nuestra verdadera pertenencia social, económica y hasta cultural”) o derrapa en aseveraciones improbables: “la primera desaparecida durante 18 años fue Eva Perón, (…) fue la primera desaparecida”.

Peronista muy particular, proclama ser “la primera presidenta mujer de la historia”, una certeza nublada por la realidad de que María Estela Martínez de Perón fue presidenta desde el 1º de julio de 1974 hasta el 24 de marzo de 1976.

A la Presidenta hay que tomarla muy en serio y considerar sus palabras con similar gravedad. Lo que dice y cómo lo dice no es irrelevante. Las palabras fundan.

politicaydesarrollo@gmail.com

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