Frente a la decisión política, refrendada por la Corte Suprema de Justicia, de reabrir las causas judiciales vinculadas con el terrorismo de Estado, y a nuestra incapacidad para transitar un camino hacia la reconciliación nacional sin olvidar todo lo ocurrido en los años 70, corresponde que el análisis de nuestro pasado trágico sea hecho de manera integral.
Con el voto de cuatro de sus siete miembros, el máximo tribunal de la Nación dispuso el viernes último la nulidad del indulto concedido por el presidente Carlos Menem a un ex integrante del Ejército, Santiago Riveros, acusado de violaciones de los derechos humanos. Tal sentencia abrió la puerta a la anulación de otros indultos con los cuales fueron beneficiados numerosos militares a quienes se acusa de graves delitos cometidos durante el último régimen de facto.
Dos jueces de la Corte, Carlos Fayt y Carmen Argibay, votaron en disidencia. Ambos consideraron que la propia Corte, en 1990, se había pronunciado en favor de la legalidad del indulto que había favorecido al ex general Riveros, por lo cual no podía reabrirse este caso, en tanto la cosa juzgada es una garantía constitucional de derechos individuales. Fayt, además, sostuvo que no es posible aplicar retroactivamente la Convención sobre Imprescriptibilidad de Delitos de Lesa Humanidad, aprobada por la Argentina en 1995, para delitos ocurridos mucho tiempo antes.
Distintos especialistas del derecho, a semejanza de Fayt, han sostenido que, más allá de la gran controversia que merecieron los perdones presidenciales dictados en 1989, los derechos adquiridos de los cuales gozan sus beneficiarios no pueden desconocerse aplicando en forma retroactiva las leyes penales ni invocando tratados internacionales de derechos humanos firmados por el país con posterioridad a los delitos en cuestión.
La Constitución nacional no permite que sea aplicada una ley penal posterior al delito para incriminar hechos anteriores a su sanción, al tiempo que nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo hecho punible.
Si parece injusto que se aplique la ley penal de manera retroactiva, mucho más injusto resulta que se aplique sólo contra algunos, en virtud de criterios ideológicos o de conveniencia política.
Ante la doctrina que ha prevalecido en la Corte y frente a la virtual imposibilidad de cerrar las heridas que han dejado los enfrentamientos del pasado, deberíamos esforzarnos por condenar todos los crímenes de lesa humanidad, sin dejar que nuestra visión sea nublada por la ideología.
El más alto tribunal de la Nación ha sostenido que para que un crimen pueda ser considerado como delito de lesa humanidad y, en consecuencia, resulte imprescriptible, tendría que haber existido alguna intervención del Estado.
Este criterio restrictivo choca con lo que dispone el Tratado de Roma para la Corte Penal Internacional, que ha establecido que se entenderá como crimen de lesa humanidad cualquiera de una serie de actos cometidos "como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque". Entre tales actos, se menciona la "persecución de un grupo o colectividad, con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos", de conformidad con "la política de un Estado o de una organización de cometer esos actos o para promover una política". Es de particular importancia que se habla tanto de un Estado como de una "organización", de lo cual se desprende que para el tribunal internacional es perfectamente factible que organizaciones terroristas sin apoyo estatal puedan cometer delitos de lesa humanidad.
Al margen de la lamentable discriminación que viene haciendo la Corte, es destacable que, en las últimas semanas, se han conocido al menos dos denuncias presentadas por hijos de militares brutalmente asesinados por organizaciones guerrilleras entre 1974 y 1976, quienes plantean a los tribunales la necesidad de que se juzgue a los responsables de esos crímenes por tratarse de delitos de lesa humanidad.
Ambas demandas adquieren particular fuerza dado que ponen énfasis en el apoyo estatal que esos grupos guerrilleros recibieron, especialmente durante el gobierno de Héctor Campora, en el que algunos dirigentes montoneros que sembraron la violencia y que fueron indultados por el presidente Carlos Menem ocuparon cargos públicos, además de la ayuda brindada por gobiernos extranjeros.
Por más de una razón, correspondería que la Justicia considere que el derecho a la vida no es sólo para algunos.
Desde esta columna editorial, hemos sostenido en reiteradas ocasiones, frente a la violencia de los años 70, la necesidad de encaminarnos hacia una reconciliación nacional, que por ahora no parece fácil. Pero si se fragmenta caprichosamente la realidad, si la memoria y las lecciones del pasado no son asumidas de manera integral, sino como una forma de obtener venganza y prolongar los conflictos, sólo lograremos retroalimentar odios y aquella ansiada reconciliación estará cada vez más lejos.
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